Jun
Todos estamos en la lista de Dios
7 comentariosUn o una comentarista de este blog ha escrito: A veces nos creemos tanto lo de hijos favoritos que pensamos que somos hijos únicos. Su gracia llega a bautizados y no bautizados. Todos estamos en "la lista de Dios", sin acepciones. Para Dios todos somos "sin papeles".
El comentario se presta a muchas reflexiones: Dios no hace acepción de personas, a todos ama por igual. Y cuanto más conscientes somos de este amor, mejor tratamos a nuestros hermanos, sobre todo a los más desamparados, entre los que se incluyen los que no tienen esos tristes papeles que, a los que sí los tienen, les convierten en ciudadanos de segunda, pero al menos legales.
A propósito de este mal pensamiento de creernos únicos que, a veces, invade a los creyentes de todas las religiones, recuerdo el chiste de este visitante del cielo que, tras recorrer un montón de salas llenas de gente, terminó visitando una muy alejada de las demás, en la que estaban sus hermanos de congregación. Al preguntar al guía por el motivo del alejamiento, se encontró con esta respuesta: “es que esos se creen los únicos habitantes del cielo y les hemos puesto lejos de los demás para no desilusionarles”.
Teológicamente hablando la “elección” (de Israel o de la Iglesia) no es ningún privilegio. En todo caso comporta mayores responsabilidades, porque cuando uno es consciente del favor divino tiene mayores motivos para estar agradecido y su infidelidad resulta más difícil de entender. Lo que pudiera parecer un privilegio es la estrategia del amor: cultivar a uno para, a través de él, llegar más fácilmente a todos. Pues, según la Biblia, el mismo Dios que sacó a Israel de Egipto es el que saca a los filisteos de Caftor y a los arameos de Quir (Am 9,7). Israel no tiene que jactarse de su elección, ya que Dios ejerce igualmente su solicitud sobre los demás pueblos. Egipto junto con Asiria e Israel serán objeto de la misma bendición (Is 19,21-25). Yahvé cuenta entre sus fieles a Egipto y Babilonia, a filisteos, tirios y etíopes (Sal 87). Vamos, que todos los pueblos son pueblos de Dios. Mejor aún: no hay más que un solo pueblo de Dios. Por eso todos somos conciudadanos.