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Sólo el Mesías puede nacer en una tumba
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Hemos olvidado que, antes de convertirse en el lugar en el que aparecieron los ángeles, el pesebre en el que Jesús nació era expresión de la pobreza y la indigencia total. Hemos olvidado también que la tumba de Jesús representaba el final de su vida y de su obra, antes de ser el lugar de su triunfo. Nos hemos hecho insensibles a la tensión infinita que aparece en las palabras del Credo: “Sufrió…, fue crucificado…, murió…, fue sepultado… Y resucitó de entre los muertos”. Porque cuando recitamos las primeras palabras, ya nos sabemos el final: “resucitó”. Para muchos este “resucitó” es el final feliz de una historia con las cartas marcadas de antemano.
El anciano enterrador judío tenía más discernimiento. Para él, era muy real y muy dramática la gran tensión que comporta la espera del Mesías. Esta tensión se manifestaba en el contraste entre lo que él veía y el espíritu que le animaba. La tensión aparece claramente en la segunda parte de la historia. Después de tres días, el niño no subió a la gloria. Se alimentaba de las lágrimas de su madre, porque no tenía otro alimento ni otra bebida. Es probable que muriera y que la esperanza del viejo judío se viera una vez más frustrada, como tantas veces lo había sido en el pasado.
Una historia como esta no produce ningún consuelo, puesto que su final no puede ser feliz. Solo si tomamos en serio que Jesús nació en un pesebre, o que de verdad “fue enterrado”, solamente entonces podremos dar todo su valor a las historias de Navidad y de Pascua, y a las palabras del fosero: ¿quién sino el Mesías puede nacer en una tumba?