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Oct
2007Oct
Silencio del que escucha
7 comentariosHace unos meses aparecieron 40 cartas desconocidas de Teresa de Calcuta y hubo quién se preguntó si la beata creía en Dios. “¿Dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo, no hay nada, excepto vacío y oscuridad, mi Dios, qué desgarrador es este insospechado dolor, no tengo fe”, decía en una de sus cartas. Textos como este se encuentran en los Diarios o correspondencia privada de otros santos. Por ejemplo, de otra Teresa, la de Lisieux: “Las tinieblas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me es imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria… Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tu esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada”.
De un modo u otro, el silencio de Dios es una experiencia de todo auténtico creyente, pues la fe es por naturaleza oscura y, como decía Tomás de Aquino, hay en ella un aspecto equiparable a la duda. El tema del silencio de Dios tiene muchas vertientes. Está fundamentalmente relacionado con la pregunta de si resulta coherente y con sentido un “mundo sin Dios”. Es posible comprender racionalmente la realidad del mundo sin Dios. Por otra parte, es una consecuencia inevitable del hecho de que Dios no quiere imponerse, dejando un espacio de libertad para el ser humano.
Hay otro sentido más interesante de este silencio. En realidad se trata de un silencio elocuente. Es el modo como Dios escucha con atención vigilante nuestra palabra. El respeta lo que tenemos que decirle y deja que nos expliquemos hasta el final. Nuestra vida, toda entera, eso es lo que tenemos que decirle y él escucha sin interrumpir, de modo que su silencio facilita nuestra explicación y nuestra palabra. Sin duda, este silencio, en momentos de sufrimiento y dolor, parece más difícil de entender. Sin embargo, esta ausencia es su modo de presencia en el sufrimiento; más aún, su silencio puede adquirir valor expiatorio, al asemejarnos a la situación del Hijo en la cruz, en la que también sintió dolorosamente la ausencia de Dios.
De un modo u otro, el silencio de Dios es una experiencia de todo auténtico creyente, pues la fe es por naturaleza oscura y, como decía Tomás de Aquino, hay en ella un aspecto equiparable a la duda. El tema del silencio de Dios tiene muchas vertientes. Está fundamentalmente relacionado con la pregunta de si resulta coherente y con sentido un “mundo sin Dios”. Es posible comprender racionalmente la realidad del mundo sin Dios. Por otra parte, es una consecuencia inevitable del hecho de que Dios no quiere imponerse, dejando un espacio de libertad para el ser humano.
Hay otro sentido más interesante de este silencio. En realidad se trata de un silencio elocuente. Es el modo como Dios escucha con atención vigilante nuestra palabra. El respeta lo que tenemos que decirle y deja que nos expliquemos hasta el final. Nuestra vida, toda entera, eso es lo que tenemos que decirle y él escucha sin interrumpir, de modo que su silencio facilita nuestra explicación y nuestra palabra. Sin duda, este silencio, en momentos de sufrimiento y dolor, parece más difícil de entender. Sin embargo, esta ausencia es su modo de presencia en el sufrimiento; más aún, su silencio puede adquirir valor expiatorio, al asemejarnos a la situación del Hijo en la cruz, en la que también sintió dolorosamente la ausencia de Dios.