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Ser digno y vivir indignamente
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De la intrínseca dignidad de cada persona emanan unos derechos inalienables que cada cual ha de exigir que le sean respetados. Pero, a su vez, cada persona debe respetar los derechos de los demás. La dignidad, además de ser una cualidad intrínseca a toda persona, es también una llamada, una exigencia para que todas las actitudes fundamentales del ser humano estén marcadas por esta cualidad que le define: puesto que soy digno no debo comportarme indignamente, sino en coherencia con lo que soy. Se comprende así que la primera acepción que el diccionario da a la palabra dignidad sea la de seriedad y decoro en la manera de comportarse. En nuestro caso, la seriedad y el decoro son constitutivos de la persona humana.
Si queremos simplemente ser humanos es necesario que nos respetemos a nosotros mismos y nos respetemos unos a otros, por encima de cualquier diferencia. El ser humano debe esforzarse por vivir a la altura de su dignidad. Se comprende entonces en qué sentido el pecado puede herir y ensombrecer la dignidad humana. Porque, aunque la libertad sea un signo eminente de la imagen de Dios y pertenece intrínsecamente a la dignidad humana, puede usarse también en contra de esa misma dignidad. Por eso la libertad humana necesita a su vez ser liberada: «para la libertad nos ha liberado Cristo» (Gal 5, 1). Una libertad, no para servir a la carne, sino para servirnos unos a otros por el amor (Gal 5,13).
Incluso los seres más perversos conservan su dignidad. La dignidad es algo propio y constitutivo de cada persona y nadie puede perderla. Pero la persona puede comportarse indignamente. Cuando eso ocurre vive en contradicción consigo misma, en contradicción con lo que ella es. Por eso, necesita ser sanada y reorientada. Los humanos somos frágiles. Corremos el peligro de caer y de deshumanizarnos. Pero nuestra grandeza está en que somos capaces de levantarnos, de corregirnos, de volver al buen camino. La razón nos está llamando continuamente a ser razonables, la humanidad nos llama a ser humanos, la bondad que habita en el fondo de nuestro corazón nos llama continuamente a ser buenos y respetuosos con los demás. El Evangelio de Cristo refuerza todas esas tendencias humanas al bien y a la bondad y nos llama a comportarnos simplemente como lo que somos: seres hechos para la convivencia, el encuentro, la buena relación. Seres hechos para el amor.