Jul
Sentido y límites del rostro
2 comentariosSolemos decir que la cara es el espejo del alma. El libro del Eclesiástico lo dice de forma más expresiva: “el corazón del hombre hace cambiar su rostro, sea para el bien, sea para el mal. Un rostro alegre revela un buen corazón” (13,25-26). El rostro es el espejo del corazón. En el rostro del hombre se leen sus mejores y sus peores sentimientos, el dolor y la alegría, la bondad y la severidad.
No es menos cierto que el ser humano tiene la tremenda posibilidad de aparentar. Y las apariencias engañan. El rostro de una persona puede decir lo contrario de lo que el corazón piensa y quiere. Cuando se trata de las relaciones del ser humano con Dios, la apariencia no tiene ninguna posibilidad de engañar a Dios, pero sí la tiene cuando se trata de las relaciones de una persona con otra persona, pues “el hombre ve las apariencias, pero Yahvé ve el corazón” (1 Sam 16,7).
Pero incluso cuando el ser humano no pretende engañar vive de algún modo la tragedia de tener que aparentar. ¿Quién no ha sentido la pena de no ser comprendido, precisamente cuando más necesitaba comprensión? Y, ¿por qué no soy comprendido? Porque hay una distancia entre lo que expreso y lo que siento y vivo. Mi rostro es limitado, demasiado pequeño para expresar la grandeza de mi corazón. No encuentro las palabras adecuadas para poder decir como quisiera mis sentimientos.
El rostro perfecto, el rostro ideal, sería aquel que pudiera expresar sin ninguna doblez, sin ninguna limitación, la verdad de los sentimientos. Un rostro que sacase al exterior todo lo que uno lleva dentro, luminoso como el sol, resplandeciente de verdad. Un rostro así, además de ser de carne, sería un “rostro espiritual”. No parece que esto sea posible en este mundo. San Pablo dice que, los que viven con Dios para siempre en el cielo, tienen un “cuerpo espiritual”, o sea, un cuerpo invadido por el Espíritu Santo. Y Jesús, hablando de los elegidos dice: “los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre”. La metáfora del sol sugiere las cualidades de un cuerpo y de un rostro invadidos por el Espíritu: transparencia en las relaciones, limpieza en los comportamientos, ninguna doblez ni mentira en las actitudes. Y si bien un rostro así parece reservado para el mundo futuro, en la medida en que vamos asemejándonos a Cristo, podemos anticiparlo en este mundo, y en la medida en que lo anticipamos, nuestro rostro es un reflejo del rostro de Dios que en Cristo brilló de modo insuperable.