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Purificar la imagen de Dios
1 comentariosCuando hablamos de Dios siempre utilizamos imágenes humanas que solo muy lejana e imperfectamente podemos considerarlas un reflejo de Dios. San Agustín decía: si comprendemos lo que de él decimos, no estamos hablando de Dios. Y Tomás de Aquino llegó a decir que de Dios solo sabemos lo que no es, pero ignoramos absolutamente lo que es, de modo que lo más perfecto de nuestro conocimiento de Dios en esta vida es conocerle como a un desconocido. Cuando afirmamos algo de Dios siempre nos quedamos cortos, muy cortos, incluso por ejemplo cuando decimos algo tan fundamental como que Dios es Padre: “si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,11). Cualquier comparación de Dios con una realidad de este mundo, incluso las mas sanas y buenas, es la comparación con algo deficiente y, por eso, con Dios siempre se realiza el “¡cuánto más!”.
Así se comprende que una mejor comprensión de las realidades mundanas facilite una mejor comprensión de las realidades divinas. En contra de la opinión de San Agustín, que pensaba que no importaba nada a la verdad de la fe la opinión que cada uno pueda tener sobre las criaturas, con tal de que se piense correctamente sobre Dios, Santo Tomás considera que el error sobre las criaturas redunda en una opinión falsa sobre Dios y aparta a las mentes humanas de Dios. O sea, para volver al ejemplo puesto en el párrafo anterior: una mejor comprensión de la paternidad humana ayuda a comprender mejor la paternidad divina; y una mala comprensión de la paternidad humana puede llevar a comprender mal la divina.
A lo largo de la historia de la teología una serie de “encuentros”, que nos han permitido afinar mejor nuestra comprensión de la realidad, han provocado a la reflexión creyente para purificar su imagen de Dios y presentarla de forma más significativa ante los desafíos que la cultura planteaba. Así, por ejemplo, el encuentro con los pobres ha ayudado a la teología a descubrir nuevas dimensiones de la caridad cristiana que sin este encuentro nunca hubiéramos descubierto; por su parte, la experiencia del sufrimiento ha llevado a la teología a encontrar una solidaridad doliente en el seno de la inefable Trinidad, que se corresponde, a su nivel, al sufrimiento de la persona humana, hasta el punto de que Juan Pablo II se atrevió a afirmar que en el seno de la Trinidad habría un dolor inconcebible e indecible que vendría a ser la reacción misericordiosa de Dios a la vista de los pecados de los humanos.
Finalmente, las modernas aportaciones de la ciencia deberían estimular nuestra reflexión sobre el Dios Creador, del mismo modo que las aportaciones científicas de su tiempo condujeron a Tomás de Aquino a mostrar que la ciencia que él consideraba más acertada podía ser coherente con la fe o, al menos, no era necesariamente incompatible con ella. Pues la fe y la razón, la naturaleza y la revelación no pueden ser contradictorias, porque tienen su origen en el mismo Dios.