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Mutua emulación para el bien
1 comentariosLa unidad eclesial es una tarea permanente. No es algo hecho de una vez por todas. Hay que recomenzarla cada día. Desde el amor, la comprensión y el perdón. Esta tarea se ve facilitada por el mutuo conocimiento y la capacidad de escucha. Incluso por una cierta habilidad (en la que podríamos adivinar la mano zurda del Espíritu) para “recuperar” a los descontentos y reconocer la parte de razón de su descontento.
Hay algo que contribuye a la unidad. A algunos les parecerá una salida muy teórica, pero pienso que es muy práctica. Se trata de preocuparnos cada vez más para que el nombre de Jesucristo sea anunciado, a pesar de nuestras diferencias y deficiencias, incluso a pesar de nuestras rencillas y rivalidades. Decía el P. Chenu que el lugar de encuentro eficaz, entre hermanos separados, es la evangelización, no la doctrina. Observación aplicable también en el interior de la Iglesia y de nuestras comunidades: Jesucristo nos une, y anunciarlo hace que nos sintamos unidos. San Pablo, cuando fue encarcelado, era consciente de la envidia que suscitaban sus éxitos apostólicos y hasta comprendía que algunos se alegrasen de que le hubieran encarcelado. Pero añadía que, con envidias o sin ellas, lo importante era predicar a Cristo. Y concluía: “esto me alegra y seguirá alegrándome” (Flp 1,12-19).
Lo que, sin duda, contribuiría a una más perfecta unidad sería la mutua emulación en el bien (cf. Hb 10,24) entre los diferentes carismas y grupos eclesiales. Igualmente, una buena dosis de autocrítica es señal de conversión y contribuye a mejorar la imagen propia y la de la Iglesia en general. Y todo ello acompañado por una pasión por el Evangelio, gastando la vida para que el nombre de Jesús sea conocido.