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Matrimonio: primero amar, luego procrear
4 comentariosEn un reciente número del Full dominical que se reparte en las parroquias de Mallorca, un joven sacerdote ha sorprendido desagradablemente a algunos de sus colegas y ha podido despistar a muchos laicos con lo que escribe sobre el matrimonio. Dejo aparte la poco acertada apelación a las bodas de Caná, pretendiendo que allí Cristo elevó el matrimonio a sacramento. Mucho más desafortunado es decir que “la finalidad primera del matrimonio no es establecer una comunidad de amor… sino engendrar hijos para Dios y para la Iglesia”.
Cierto, no hay contraposición entre ambas finalidades. Pero, después del Vaticano II, la doctrina de la Iglesia ya no habla de un fin primero al que estarían subordinados otros fines. El actual Código de Derecho Canónico recoge doctrina conciliar y pone en pie de igualdad “el bien de los cónyuges y la generación y educación de la prole”. El joven mosén apela a la enseñanza de León XIII, Pío XI y Pío XII como aval de sus afirmaciones. Se ha quedado un poco atrasado. Posiblemente no conozca una distinción interesante de cara a la teología y la pastoral: una cosa es la doctrina de la Iglesia y otra la fe de la Iglesia. Ni haya pensado que sin hijos puede haber verdadero matrimonio; sin amor, no. Más aún: con hijos se solicitan y conceden nulidades; con amor, no.
Jesús, al hablar del matrimonio, apelaba a la voluntad de Dios manifestada “en el principio”. En este principio, Dios encargó a la pareja humana una doble tarea: crecer y multiplicarse. Primero crecer: crecer ellos dos. En el amor y por el amor. Y crecer siempre, amarse siempre. Por eso, la primera pregunta que se formula en los escrutinios previos al matrimonio no es, como quizás algunos piensan: ¿estáis abiertos a la vida?, sino: ¿estáis abiertos al amor? Solo a la luz del amor tiene sentido lo segundo: multiplicaos. Un multiplicaos que no es, como el crecer, una tarea permanente, sino que requiere responsabilidad, discernimiento de las circunstancias materiales y espirituales, y común acuerdo. Porque los esposos, y no el director espiritual, son “los intérpretes” de Dios “en el deber de transmitir la vida humana y de educarla” (dice el Concilio en Gaudium et Spes, 50).