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La oración, esa pérdida de tiempo
8 comentariosSegún lo que se pretendamos conseguir de Dios, la oración es una pérdida de tiempo. El tiempo es lo más precioso que tenemos. Según se dice, vale más que el oro. Ofrecer a alguien parte de tu tiempo es ofrecerle lo mejor que posees. Le ofreces algo irrecuperable, que no vuelve más. Le ofreces parte de tu vida, lo más precioso, lo que más vale. Quizá por eso hoy tenemos tan poco tiempo para los demás. Lo necesitamos todo para nosotros. En nuestra sociedad egoísta, en la que todo se mide por lo que vale, el tiempo no se puede perder porque vale mucho. El que lo ofrece, regala su mejor tesoro.
De hecho, la amistad es una pérdida de tiempo. Cuando invitamos a un amigo a cenar, en realidad le invitamos a que nos contemple, a que nos haga caso, a que nos escuche, a que esté a nuestro lado. Pues lo que sobre todo esperamos de los amigos no es un regalo, ni un favor, ni que nos sean útiles, sino que presten atención a nuestra persona. A nuestra persona y no a nuestras necesidades. El servir a los amigos es útil. Pero sólo una cosa es necesaria en la amistad: saber escuchar. Esta es la gran lección que María da a Marta (Le 10,38-42). El otro tiene algo que decirnos, espera que le escuchemos con tranquilidad, que dejemos el ajetreo y nos paremos a mirarle, que le ofrezcamos nuestro tiempo. Esta pérdida de tiempo termina siendo lo más necesario, lo más valioso, «la mejor parte».
En la oración perdemos el tiempo con el Señor, con el mejor de los señores, con el mejor de los amigos. Quizás no tenemos nada que decirle (cf. Mt 6,7: “al orar no charléis mucho»), ni nada que pedirle. Pero lo importante es estar allí, a su lado, en silencio, dándole lo mejor que podemos darle: la vida misma, nuestro tiempo, algo que no tiene precio porque es irrecuperable; sabiendo que también él está a nuestro lado, presente, y nos ofrece lo mejor que tiene: su amor.
En este sentido, la oración es lo más inútil, pero al mismo tiempo es lo más necesario. Es lo más inútil si con ello pretendemos «sacarle cosas a Dios». Con la oración ni aumenta mi cuenta corriente, ni se solucionan los problemas sociales o políticos, ni se consigue un trabajo mejor. En todo caso, lo que se logra es sobrellevar de «otro modo» los problemas. Y sin duda, esto es lo importante. Los problemas están ahí. Pero hay dos maneras de enfocarlos y asumirlos: con agobio y desesperación, o con ilusión y esfuerzo, o, en todo caso, sin dejar que ellos «me puedan». Pero los problemas los tengo que solucionar yo. Dios no ocupa mi puesto, no es un producto de reemplazamiento. En todo caso, esta conmigo en la lucha.
Saber que alguien te da la mano, o se interesa por ti, es lo más inútil, pero también lo más necesario. Dios no está ahí para darnos «cosas», sino para dar «el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Le 11,13); este Espíritu que es paz, alegría, generosidad, dominio de sí, paciencia, bondad... (Gál 5,22-23). El Espíritu no sólo nos enseña a orar, sino que ora en y con nosotros. La oración, como el amor, parte de Dios y conduce a Dios. Y tú te sientes acompañado.