May
Jesús resucitado subió al cielo
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Tanto el Credo Apostólico como el de Nicea unen en una sola afirmación la resurrección de Cristo y su subida al cielo: “al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos” (creo apostólico); “resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo” (creo niceno). Resucitar y subir al cielo son dos afirmaciones equivalentes, porque la resurrección no es una vuelta a la vida de este mundo. Si así fuera, la muerte no habría sido vencida, pues todo lo de este mundo está marcado por la finitud y, por tanto, es temporal. Volver a este mundo, suponiendo que esto fuera posible, es volver a morir. Un día u otro todo se termina. Resucitar es entrar en el mundo de Dios, ese mundo donde la muerte ya no tiene poder. Para entrar en ese “otro mundo”, en el mundo de Dios, es necesario dejar este mundo. El mundo de Dios es el cielo.
La palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más profundo: el estar el hombre en Dios es el cielo. Cristo crucificado, rechazado por los hombres, es acogido por Dios en su cielo. La ascensión no es, por tanto, una subida, sino una acogida. Dios acoge a su amado hijo Jesús. Y de la misma forma que san Pablo afirma que Cristo ha resucitado como primicia de los que murieron (1 Cor 15,20), como el primero de una larga lista de hermanos que esperan resucitar con él, también podemos afirmar que Cristo asciende al cielo como primicia, como el primero de una larga lista, para abrirnos camino y llevarnos a nosotros con él. Allí nos está esperando, porque mientras no lleguemos nosotros, su Cuerpo, que somos nosotros (1 Cor 12,27), no está completo.
Pero hay más, pues si el estar con Dios es el cielo, nosotros nos acercamos al cielo, más aún entramos en el cielo en la medida en que ya nos acercamos a Jesús y estamos en comunión con él. Si nos encontramos con Jesús, nos encontramos necesariamente con el Padre. Por tanto, la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
El evangelista Lucas (24,52) afirma que, después de la Ascensión los apóstoles “volvieron a Jerusalén con gran alegría”. Si Jesús se hubiera ido, estarían muy tristes. Pero estaban muy alegres porque lo acontecido no era una separación. Al contrario, como bien dice Benedicto XVI, los apóstoles “tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios”.
A los discípulos de entonces, y a nosotros ahora nos corresponde hacer perceptible la presencia de Jesús en el mundo con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. Como los apóstoles, nosotros no podemos quedarnos “mirando al cielo” (Hech 1,11), sino ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo.