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En la mesa con Sto. Domingo: fraternidad y alegría
2 comentariosLas tradiciones sobre los orígenes de la Orden de Predicadores recuerdan un aspecto de la vida de Santo Domingo, relatado precisamente por las mujeres que, quizás por parecer muy prosaico, no se ha destacado suficientemente, a saber: las comidas de Santo Domingo con los frailes y con las mujeres que se reunieron en torno a él para llevar a cabo la obra de la predicación. Curiosamente, mientras los testigos varones del proceso de canonización se complacen en destacar lo que parecería más heroico en nuestro santo, como el don de lágrimas o las vigilias que pasaba en oración, las mujeres cuentan detalles más cotidianos que nos acercan a Domingo y lo humanizan.
Sor Cecilia, una de sus primeras, más fieles y cercanas seguidoras, cuenta dos interesantes historias, una con frailes y otra con monjas, ocurridas en la mesa con Santo Domingo. Un día en el que los frailes no tenían nada que comer, puesto que habían entregado el pan que llevaban al convento a un pobre que encontraron en el camino, sucedió que Santo Domingo entendió que el pobre en realidad era un ángel y, por tanto, aseguró que el Señor alimentaría a los frailes. En efecto, sentados en el refectorio sin nada en el plato, aparecieron “dos jóvenes hermosísimos” (dos ángeles) cargados con manteles blancos llenos de pan, y entregaron uno a cada fraile.
El relato de lo ocurrido con las monjas es más sobrio, menos “angélico”, y hasta más “humano”: cuenta Sor Cecilia que Domingo visitó un día a las monjas a una hora tardía, cuando ya se habían retirado al dormitorio. Al oír la campanilla fueron rápidas a escuchar al Maestro que, tras dirigirles una plática, hizo llenar de vino una copa traída por el hermano bodeguero e hizo beber a todas las hermanas cuanto quisieron.
En la mesa con Santo Domingo hay pan para todos y, sobre todo, hay alegría. Estos detalles de humanidad son una lección para la vida religiosa hoy. Pues si en nuestros conventos no hay fraternidad y alegría, si no hay cuidado y amor recíproco, nuestra vida consagrada languidecerá y nuestra misión se empobrecerá. Porque se transmite lo que se vive. Nuestras comunidades deben ser un laboratorio de fraternidad, en el que previamente vivimos y hacemos real aquello mismo que luego queremos transmitir y anunciar a los de fuera.
Si las monjas y los frailes no están contentos, si no se sienten cuidados, valorados y queridos, su vida espiritual flaqueará. Pues el cuidado del cuerpo y el equilibrio psicológico tienen influencias en la vida del alma. Una superiora o un superior que no se interesa por las necesidades de las hermanas y hermanos, y no digamos uno que no escucha los motivos por los que, a veces, frailes y monjas viven heridos, puede ser un gran organizador, en el fondo un gran dictador, como tantos que hay en el mundo. Fijándose en esos dictadores mundanos dijo Jesús a los suyos: “entre vosotros nada de eso, el que quiera ser el primero que sea el servidor de todos” (Lc 22,26).