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El rostro de Jesús crucificado
2 comentariosPara la mirada de la fe, en el rostro de Jesús crucificado resplandece la gloria de Dios. La gloria de Dios, como dijo San Ireneo, es que el hombre viva. Y el ser humano vive por el amor. En Jesús Crucificado se manifiesta con toda su fuerza el amor de Dios: “el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mi”. Este amor se concretiza en un triple don: el don del perdón, el don del Espíritu Santo y el don de la fraternidad. Jesús muere perdonando a sus enemigos: “Padre, perdónalos”; más aún, justificándolos, pues ofrece una buena razón para este perdón: “no saben lo que hacen”. Jesús muere entregando el Espíritu Santo: no nos deja huérfanos, su Espíritu permanece con nosotros. Y Jesús muere dejándonos el don de la fraternidad. En el coloquio que al pié de la cruz se instaura entre Jesús, el discípulo amado y su Madre, hay una realidad teológica fecunda: por una parte, el discípulo acoge a María entre sus bienes espirituales. Pero hay más: pues la mujer-madre, María, es imagen de la Iglesia. Jesús deja la Iglesia al discípulo. La última palabra de la cruz es la fraternidad, que debemos y podemos vivir en la Iglesia, simbolizada en María.
Es importante notar la esperanza con la que muere Jesús, esperanza que es un anticipo de la resurrección. La cruz como entrega de la vida nos abre a la fecundidad de la vida entregada. La resurrección, lejos de ser un correctivo de la cruz, es la autentificación de una vida: el que entrega su vida, ese la gana. En la resurrección queda claro que vidas como la de Jesús son las que tienen futuro, las que Dios acoge. Dios en la resurrección da la razón a Jesús y nos dice a todos nosotros que, en el seguimiento de Cristo, también podemos encontrarnos con la vida para siempre, la vida definitiva en Dios.