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El bien ajeno es mi propio bien
1 comentariosNo hemos acabado bien el año. Lo peor no es el estratosférico precio de la luz. Lo más peligroso es la nueva variante del virus. Ómicron cada día supera los niveles de contagio del día anterior; como primera consecuencia cada día hay más bajas laborales. Lo que cada vez resulta más claro es que las vacunas contribuyen a aminorar los malos efectos del virus. Si sigue propagándose es fundamentalmente porque hay todavía muchas personas sin vacunar. Y cuando digo muchas personas sin vacunar no pienso únicamente en España, en donde en comparación con las cifras mundiales estamos mucho mejor que otros. Estoy pensando en el mundo entero, porque este virus no conoce fronteras y mientras no esté vacunada la mayor parte de la población mundial, el peligro sigue estando ahí para todos.
Con este virus ha quedado muy claro que el bien ajeno es mi propio bien. En la medida en que haya más vacunados, los que ya lo estamos estaremos más seguros. Para eso es necesario dejar de pensar en términos de beneficios para pensar en clave de solidaridad. Digo eso porque mientras no se permita que las fórmulas de las vacunas estén a disposición de todos, las farmacéuticas seguirán enriqueciéndose a costa del sufrimiento de los más pobres y del peligro de todos los demás.
Nos cuesta pensar en clave de solidaridad. El egoísmo nos ciega. Nos hace incapaces de ver que la desgracia ajena es mi propia desgracia y el bien ajeno es mi propio bien. O nos salvamos todos juntos o todos juntos seguiremos en peligro. Aunque solo fuera por motivos egoístas habría que desear el bien de todos. Pero el egoísmo corto, contagiado por el dinero, nos incapacita para ver las bondades propias del bienestar ajeno.
Solemos quedarnos siempre en la superficie, en lo inmediato, en la apariencia. Para ver el bien hay que ir más allá de lo superficial e inmediato, hay que mirar con los ojos del amor. Hay bienes, los buenos y verdaderos, que nos parecen malos porque los miramos desde nuestra concupiscencia. Cuando se habla de concupiscencia muchos piensan en la de la carne. Hay una bastante peor: la jactancia de las riquezas, el orgullo que resulta de la posesión del dinero (1 Jn 2,16).