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Distintas copas y distinto vino
4 comentariosSolemos pensar que cuando decimos “Dios”, todos decimos “algo muy parecido”. Alguna vez he escuchado que las religiones son algo así como “un mismo vino en distintas copas”. A mi entender, no se trata únicamente de distintas copas, sino también de distinto vino. Aunque los vinos se parecen, hay una amplia gama de vinos, desde los muy buenos a los malos. Igualmente hay diferencias fundamentales entre el concepto mítico-filosófico griego de Dios, el coránico y el bíblico-cristiano.
Según Aristóteles, la potencia divina “es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser, pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada” (dice Benedicto XVI). Es un Dios que el hombre trata de alcanzar, un Dios deseado, pero un Dios que no ama. Los dioses del Olimpo son ciertamente dioses vivos, pero no dioses de los vivos. Porque no salen de sí mismos. Por su parte, el Dios del Corán es un Dios que sale de sí mismo y se relaciona con el ser humano. Pero desde el señorío y el poder. Por eso, la actitud del hombre ante Dios es la sumisión. Eso es lo propio del Islam. No hay diálogo, no hay reciprocidad. Sólo obediencia. El Dios del Corán es siempre “Señor”, un Señor muy bueno, clemente y misericordioso. Pero un Señor que mantiene la distancia con sus súbditos, a los que reclama obediencia. El hombre, ante ese Dios, no tiene nada que decir, nada que pedir. Sólo tiene que escuchar y someterse.
El Dios bíblico es el Dios de la Alianza, una alianza que va en doble dirección, de Dios a la persona humana y de la persona a Dios. Más aún, es un Dios que ama al hombre, no como respuesta al previo amor del ser humano, sino como regalo libre y gracia que sobrepasa todas las medidas de la justicia. No se trata sólo de un Dios amable, sino que ama El mismo con independencia del amor del hombre; más aún, que ama suscitando El mismo el amor del hombre. No es un Dios ante el que el hombre tiene que elevarse, subir hacia él. Es un Dios que baja hasta nosotros, que se da como regalo. Y precisamente porque ama, su relación con el amado no está marcada por el poder y la sumisión, sino por el perdón y la búsqueda constante de una respuesta libre de amor; y también por el dolor y la pena de no verse correspondido.