Nov
Destinados para dar fruto
3 comentariosUna vez muerto y resucitado Jesús, los discípulos recordaron, sin duda, esta palabra de Jesús: “os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). No conviene olvidar que los frutos que estamos llamados a dar los discípulos de Jesús no pueden medirse según los criterios del mundo. Cuando aplicamos los criterios del mundo para medir el resultado de la tarea evangelizadora, surgen preguntas en donde importan los números: ¿cuántos novicios tiene la congregación?, ¿cuántos jóvenes se han confirmado en la parroquia?, ¿cuántas parejas se han casado sacramentalmente?, ¿cuántas personas han participado en la peregrinación? Las anteriores preguntas no son malas, pero no son las importantes. Si queremos aplicar el criterio de los números habría que cambiar las preguntas: ¿cuántos pobres han sido atendidos por los servicios parroquiales?, ¿a cuantos inmigrantes hemos acogido?, ¿cuántas personas han muerto de frio o de hambre o tragadas por el mar, porque no hemos querido mirar allí donde miraba Jesús? Solo después de plantearnos estas segundas preguntas tendrá sentido echar una ojeada a las primeras.
Humanamente hablando los cristianos anunciamos una tontería para la gente inteligente y una locura para la gente religiosa (cf. 1 Cor 1,23). No debemos sorprendernos, si en vez de adhesiones provocamos grandes burlas. O si en vez de conversiones provocamos persecuciones. Burlas y persecuciones que no deben hacer tambalear la esperanza cristiana, pues como ha recordado Francisco, “la esperanza no defrauda” (Rm 5,5), pues está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor de Dios. Pero la esperanza no es lo mismo que el optimismo, no es garantía de éxito. Es la convicción de que algo tiene sentido, independientemente de cómo salga. Por eso nos mantiene a flote a pesar de todo y es capaz de inspirar nuestras buenas acciones. La esperanza nos da fuerzas para vivir y para volver a intentar algo una y otra vez, aunque las condiciones sean desesperadas. Trabajamos por algo porque es bueno, y no solo porque tengamos un éxito garantizado.
Las discípulas y discípulos de Jesús estamos llamados a dar fruto. Para dar fruto hay que sembrar. Esa es nuestra tarea. El crecimiento ya no depende de nosotros. Como decimos en cada eucaristía el pan es fruto del trabajo de los hombres, pero antes es fruto de la tierra. Y es Dios quién hace fructificar la tierra. A veces lo sembrado crece lentamente, porque el tiempo de Dios no es el de los hombres. A lo mejor no vemos resultados, no vemos crecer. Uno es el sembrador y otro el segador (Jn 4,37). Nosotros somos sembradores, Dios es el que conoce “el tiempo de la siega” (Mt 13,30). No sabemos cuándo aparecerá el fruto, cuánto tiempo necesitará la semilla para crecer. Lo importante no es el resultado, que además no depende de nosotros, sino de Dios. Lo nuestro es abrir caminos, empezar procesos (y ahí está la gran labor del Papa Francisco para la Iglesia de los próximos años). Por eso no importa si somos pocos. Importa que seamos fieles y auténticos. Los cristianos estamos llamados a vivir y anunciar el Evangelio con nuestras mejores disposiciones, sin cansarnos nunca de hacer el bien. Si así lo hacemos, seguro que daremos mucho fruto.