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Amar con obras y según la verdad
5 comentarios“Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y según la verdad. En eso sabremos que somos de la verdad y tendremos nuestra conciencia tranquila ante él” (1Jn 3,7-19).
El amor no es asunto solo de sentimientos. Se manifiesta en la toma de decisiones concretas a favor del prójimo necesitado. La primera y principal decisión que manifiesta el amor del que tiene bienes, y todos tenemos alguno, es el compartirlos con el que no los tiene. Todos podemos y debemos compartir. Paradójicamente el que da, también recibe. Y recibe más de lo que imagina. Recibe el agradecimiento de aquel con el que comparte. Recibe también una gran alegría: las alegrías más intensas de la vida brotan cuando un don provoca la felicidad de los demás, ya que “mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hech 20,35). El dar, lejos de significar una pérdida o un empobrecimiento, es una ganancia y produce la convicción de una mayor riqueza: doy porque tengo. Manifiesto así mi riqueza, mi capacidad y mis posibilidades.
El texto de la carta de Juan concluye diciendo que cuando amamos según la verdad, o sea, compartiendo los bienes que tenemos con el que no tiene, conocemos que somos de la verdad y tranquilizamos nuestra conciencia. Conocemos que somos de la verdad, la Verdad que es Dios. Tenemos, pues, una experiencia de Dios. A Dios, en este mundo, sólo lo encontramos a través de mediaciones. Una mediación privilegiada de este encuentro es el dar, el compartir. Además, así tranquilizamos nuestra conciencia: la conciencia no nos condena, se siente segura y en paz. Nada vale tanto como esta sensación de sentirse bien y en armonía consigo mismo. Esta tranquilidad de conciencia es lo mismo que haber encontrado nuestro verdadero yo, ese yo auténtico, tantas veces escondido debajo del yo inauténtico, el yo egocéntrico, que sólo piensa en sí mismo y así se pierde. El yo que nos abre a los demás es el verdadero, el que se encuentra y se gana a sí mismo.