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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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11
Ene
2021
Luna que se hace pequeña
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luna

Emmanuel Levinas, en su libro En la hora de las naciones, cuenta una parábola judía sobre la luna que se hace pequeña. Se trata de un diálogo entre Dios y la luna. En la base del diálogo está la aparente contradicción encontrada en Génesis 1,16. Por una parte, se anuncia “la creación de dos grandes luminarias”, e inmediatamente después se habla de “la gran luminaria” y “la pequeña luminaria”, como si de pronto una de las dos grandes luminarias se hubiese hecho pequeña.

La parábola cuenta que, cuando había “dos grandes luminarias”, la luna hizo notar al Creador que no era posible que dos reyes llevasen la misma corona. La luna no quería compartir su grandeza y, por eso, afirmaba la necesidad de un “orden jerárquico”. Grande sólo puede haber uno. La grandeza no se comparte, pues compartir la grandeza es la guerra. Entonces, Dios le dijo: “ve, pues, y hazte más pequeña”. El justo castigo a la pretensión de la luna fue hacerse más pequeña. Naturalmente la luna protestó: “acabo de exponer una idea sensata; eso no es razón para hacerme pequeña”.

¡Qué difícil es aceptar ser el último, qué difícil es aceptar ser pequeño! Y, sin embargo, Jesús, el que no retiene su categoría de Dios, el que tomó la condición de esclavo, invita a los suyos a hacerse servidores de todos y ocupar el último puesto. Este Jesús es muy extraño.

Las imágenes del sol y de la luna han sido empleadas por teólogos y pintores para designar bien a Cristo y María, bien a Cristo y la Iglesia. Las realidades santas implicadas en estos binomios no deben igualarse, so pena de desvirtuar la fe. Tanto María como la Iglesia no existen en función de sí mismas, sino en función de Cristo.

María y la Iglesia deben contentarse con su papel de luna, sin pretender ser el sol. Según esto, la Iglesia solo es digna de fe, no cuando habla de sí misma, no cuando defiende sus intereses, sino cuando habla del Dios revelado en Jesucristo y defiende los intereses de este Dios con modos que sean coherentes con el modo como Dios actuaba en Cristo: “cuando le insultaban no devolvía el insulto, en su pasión no profería amenazas, al contrario, respondía con una bendición”.

Resulta pertinente la pregunta de si nuestros contemporáneos perciben así a la Iglesia o, si más bien, ven en ella a una institución demasiado preocupada por sí misma. Cuando hoy se dice que la Iglesia está en crisis, se piensa en problemas eclesiales, demasiado frecuentes en los últimos tiempos, en luchas de poder o en la conservación de supuestos o reales privilegios. Pero el verdadero desafío con el que hoy debemos enfrentarnos los cristianos no son esos problemas domésticos, sino la búsqueda de una mejor vida evangélica y anunciar al Dios de Jesús de forma inteligible.

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7
Ene
2021
Yo no creo en el bien, yo creo en la bondad
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buenpastor

Vasili Grossman, buen conocedor de la Alemania hitleriana y de la Rusia estalinista, pone en boca de un personaje de una de sus novelas unas palabras que hacen pensar: “yo no creo en el bien, yo creo en la bondad”. El personaje de la novela, llamado Ikonikov, constata que el objetivo de la colectivización agraria en la Unión Soviética, que generó sangre y desagracia, era el bien. Y añade: “Herodes no hacía verter la sangre en nombre del mal; lo hacía por su propio bien. Había nacido una nueva potencia que le amenazaba: a su familia, a sus amigos y a sus favoritos; a su reino, a su ejército”. Los ejemplos se podrían multiplicar. El último, lo ocurrido en la tarde del seis de enero en Washington: un grupo de personas han asaltado el Capitolio, causando un daño terrible a la democracia, buscando el bien: el bien de su jefe, de su política, de sus negocios, de sus embustes y de sus trampas.

Sin embargo, cito a la novela de Vasili Grossman, “existe, al lado de ese gran bien tan terrible, la bondad humana en la vida de todos los días. Es la vida de una anciana que, en el borde del camino, le da un trozo de pan a un presidiario que pasa, es la bondad de un soldado que tiende su cantimplora a un enemigo herido, la bondad de la juventud que tiene piedad de la vejez, la bondad de un campesino que oculta en su granero a un anciano judío; es la bondad de esos guardianes de prisión que arriesgan su propia libertad transmitiendo cartas de detenidos dirigidas a sus esposas y a sus madres. Esta bondad privada de un individuo para con otro individuo es una bondad sin testigos, una pequeña bondad sin ideología. Se podría calificar de bondad sin pensamiento. La bondad de los hombres al margen del bien religioso o social” (tomado de Emmanuel Levinas, En la hora de las naciones, Salamanca, 2019, 121-122).

Nadie busca el mal, todos buscamos lo que consideramos nuestro bien. El de los demás es otra cosa. Es doctrina de Santo Tomás que el pecador no busca el mal sino el bien, un bien equivocado o aparente, que él considera bueno o placentero, pero que puede ser un gran daño para los demás. Así, pues, ¡cuidado cuando decimos que buscamos el bien, porque la apelación al bien podría ser la justificación del mal! Cito a Joseph Ratzinger (Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, 205, 178): “a nadie le pasará inadvertido todo lo malo que ha acontecido en la historia (añado yo: también en las religiones) en el nombre de buenas opiniones y de sanas intenciones”.

El bien puede ser engañoso, pero la bondad nunca muere. Los que sostienen a las instituciones, también a las religiosas y eclesiales, no son los que dicen buscar el bien, sino los buenos.

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4
Ene
2021
Epifanía: solo un rey, y no tres
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reyesmagos

Mateo comienza y termina su evangelio calificando a Jesús de “rey de los judíos”. Se trata de un rey que nace y muere rompiendo todos los esquemas de las realezas mundanas: nace en un pesebre y muere en una cruz. En su nacimiento, unos magos van en busca del “rey de los judíos”. Y en el momento de morir, Pilato ordena poner sobre la cruz un cartel con esa inscripción: “este es el rey de los judíos”. Si estamos hablando de un rey, se comprende que los magos le buscaran en la ciudad de los grandes palacios, o sea en Jerusalén. Se equivocaron de camino y de lugar, porque el rey que había nacido era tan extraño y tan nuevo que sólo podía nacer entre los pobres. El evangelista no se refiere a ninguna realeza que no sea la de Jesús. Son las tradiciones populares que han venido después, poniendo mucha imaginación al asunto, las que hablan de reyes. El evangelista sólo conoce a un rey, que es Jesús. Por eso los magos se postran ante él y le adoran.

Epifanía quiere decir manifestación. Si el Señor no se manifestase, su Encarnación no habría llegado a los hombres. Pues bien, la manifestación de Dios en Jesús tiene un alcance universal, está destinada a todos los seres humanos. Resulta interesante que la tradición haya interpretado que estos magos procedían de los tres continentes entonces conocidos: África, Asía y Europa. El mago negro aparece siempre. En el reino de Jesucristo no hay distinción por la raza o por el origen, no hay diferencias nacionales, ni sociales, ni raciales. Todos somos hijos del mismo Padre. Jesucristo une a todos los pueblos y a todas las personas, sin perder la riqueza de su variedad.

Los Magos son una retroproyección de lo que ocurrirá después de la resurrección de Cristo, a saber, que el evangelio será acogido por los no judíos, en línea con la última recomendación de Jesús a sus discípulos: “id al mundo entero, anunciad el evangelio a todas las gentes, no sólo en Jerusalén, sino también hasta los confines de la tierra”. Los Magos son aquellos que vienen de los confines de la tierra a adorar al niño, los extraños al pueblo judío, los que no son de la raza del niño, los alejados. También para ellos ha nacido el hijo de María. Y también a ellos debe llegar la buena noticia del Evangelio.

El Evangelio es para todos los seres humanos porque, incluso sin saberlo, todos buscamos a Cristo, ya que él “es principio y modelo de esa humanidad renovada a la que todos aspiran, llena de amor fraterno, de sinceridad y de paz” (Vaticano II). Desde esta perspectiva, los magos representan a la humanidad en busca de paz, verdad y justicia. Representan el anhelo profundo del espíritu humano, la marcha de las religiones, de la ciencia y de la razón humana al encuentro de Cristo.

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2
Ene
2021
Silencio apacible en la noche
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vela04

“Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo”. Así reza una antífona de la liturgia del segundo domingo de Navidad, tomada del libro de la Sabiduría (18,14-15). Es una pena que algunas de estas antífonas no sean escuchadas por los fieles que asisten a la celebración, porque no se suelen leer, ni cantar y, muchos menos, predicar sobre ellas.

El texto bíblico habla de cómo en la noche del Éxodo el ángel bajó para exterminar a los egipcios, dejando ilesos a los israelitas, que estaban a punto de ser liberados de la esclavitud de Egipto. Pero este verso ha sido elegido por la liturgia de Navidad, porque la venida del Verbo es el gran momento en el que ocurre la verdadera liberación de todos aquellos que le acogen: a cuantos le recibieron les da poder de ser hijos de Dios (Jn 1,12). Y los hijos son libres (Mt 17,26).

Para muchos esta Navidad ha ocurrido “en mitad de la noche”, en momentos oscuros y difíciles, en tiempos de pandemia. A pesar de todo, los creyentes hemos podido celebrar el amor de Dios. Precisamente porque ese amor se celebra cuando un silencio apacible lo envuelve todo, y no cuando hay griterío provocado por el descorchar de las botellas. Y hemos celebrado este amor con la esperanza de que la luz de Dios brille en las tinieblas (Jn 1,5). Las visitas de Dios al mundo y a las almas ocurren en mitad de la noche. Pero para reconocerle en el mundo y en nuestras vidas es necesario que hagamos “silencio”. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un concierto. Es necesario el silencio de la oración para captar la presencia de Dios en medio de la noche.

La noche la han notado más aquellos que han sido contagiados por el virus, pero también la han notado aquellos que no han podido estar con sus familias. Y, por supuesto, la han notado las personas más vulnerables (pobres, migrantes, indocumentados). Es necesario callar, hacer silencio, para escuchar las voces de los que se han quedado sin palabras. Y preguntarnos cómo hacerles llegar la palabra omnipotente que ha venido del cielo en forma de consuelo y de ayuda eficaz. Pues los creyentes somos los intermediarios de este consuelo y esta ayuda, la mano de Dios que llega hoy a los necesitados de la tierra.

La noche también la notamos personalmente en nuestros desánimos, en nuestras lágrimas, soledades, cansancios y pecados. Para dar ánimo, alegría y consuelo a todo eso, ha nacido Dios, un Dios que quiere morar en nuestro corazón para sanarlo. Solo espera que le hagamos sitio. No hay epidemia que pueda quitarnos el consuelo de Dios.

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