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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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27
Nov
2018
Las buenas y las malas compañias
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compañias

El ser humano siempre es plural. Por eso nunca se comprende desde la soledad. Según el poético relato del Génesis, al crear al ser humano, Dios los creó “varón y mujer”. El ser humano, según el designio de Dios está siempre acompañado. “No es bueno que el hombre esté sólo”, leemos en este relato. Un hombre sólo no es una buena creación. La razón está en que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios. Y Dios no es un Dios solitario, es el Dios de la relación.

El Nuevo Testamento terminará por afirmar que Dios es Amor. La teología aclarará que, si Dios es Amor, eso sólo es posible desde la pluripersonalidad. Un solo Dios, único, pero no solitario: un Dios en tres personas. El Amor siempre se entiende desde la relación. El amor a uno mismo y sólo a uno mismo, es un mal amor, es egoísmo. El ser humano sólo se descubre a sí mismo cuando sale de sí mismo, cuando se dirige al otro para amarle y cuando sabe que el otro camina hacia él para amarle también. En el amor mutuo está la plenitud de la persona y la mejor realización de la imagen de Dios-Amor.

Esa imagen del ser humano que ofrece la religión judeo-cristiana encaja perfectamente con lo que dice la moderna psicología. Uno de los problemas más serios que tienen los humanos es el de la soledad. No sólo la soledad exterior: el silencio asusta y, por eso, se busca la compañía del teléfono móvil, o de los auriculares, o de un compañero cualquiera. Más deprimente es la soledad interior, ese vacío personal que se manifiesta de tantas formas y que produce nefastos resultados, angustia vital. Psicólogos y psiquiatras constatan que una gran mayoría de angustiados son seres que no pueden sufrir la soledad y son, por lo mismo, buscadores de comunicación. Una de las cosas que más necesita hoy la gente es ser escuchada.

Ocurre que esta necesidad que tenemos de los demás, puede convertirse en un infierno cuando el otro, en vez de complementarnos y amarnos, pretende dominarnos y aprovecharse de nosotros. Dicho de otra manera: hay buenas y malas compañías. Las buenas son las que nacen del amor, las malas son las que se convierten en dominio y sumisión. No todas las relaciones son humanas y constructivas. Las hay inhumanas y destructivas. La relación del padre con el hijo, o del amigo con el amigo, es constructiva. La relación del señor con el esclavo es destructiva.

De ahí que el Nuevo Testamento contrapone la filiación o la amistad a la esclavitud. Hay una dependencia, la que brota del amor (la relación paterno-filial o la amistad) que es liberadora. Hay otras dependencias que son esclavizantes. Por eso dice san Pablo de los cristianos: “no habéis recibido un espíritu de esclavos, sino un espíritu de hijos”. Y Jesús de sus discípulos: “no os llamo esclavos, a vosotros os llamo amigos”.  Lo contrario de la esclavitud no es la libertad sin más, sino una dependencia liberadora, la dependencia del amor.

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23
Nov
2018
El perdón, entre psicología y teología
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rosasobreverde

El diálogo entre fe y ciencia interesa sobre todo y, a veces, únicamente a la teología, puesto que la teología debe tener en cuenta algunos datos que son objeto de estudio de la ciencia (por ejemplo: el origen del hombre y del mundo; o cuestiones de orden moral y pastoral). Por su parte, en la mayoría de los casos, la teología tiene poco que aportar a la ciencia en cuanto tal. Sin embargo, hay un ámbito en el que es posible una aportación recíproca entre teología y ciencia, saber, el campo de la psicología. El perdón podría ser un buen ejemplo del mutuo enriquecimiento entre psicología y teología.

La búsqueda de reconciliación entre grupos divididos y enfrentados ha desarrollado “terapias del perdón”, pues la psicología ha descubierto los beneficios prácticos del perdón. Ahora bien, el perdón no es nada sencillo, no es simplemente un “pacto de no agresión”. La teología puede ayudar a comprender lo costoso del perdón. Un perdón que no cuesta es frágil.

Por otra parte, la psicología sugiere que el perdón es una iniciativa humana. Por tanto, se trata de ayudar a las personas a perdonar. La teología es consciente de que el perdón es algo que recibimos de Dios y de los demás. El perdón, además de, y más que una iniciativa, es el don que otro me hace. No es sólo algo que se concede. Es algo que se recibe. Ambos aspectos deben conjugarse.

En tercer lugar, la psicología propone que la persona perdone, porque eso hará que se sienta mejor. La teología insiste en la obligación moral de perdonar, más allá del pragmatismo de “sentirme mejor”, para entrar en el terreno de la fraternidad e incluso de lo teologal: “perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37). La teología va más allá del acto concreto y puntual del perdón, para convertirlo en una virtud, en una actitud permanente que se manifestará en distintos contextos.

El perdón sería un caso concreto en el que psicología y teología pueden ser complementarias y aprender mutuamente una de la otra.

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19
Nov
2018
Secretaría de Estado para la soledad
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soledad

Hace unos meses, el Reino Unido creo una Secretaría de Estado para luchar contra la soledad, una epidemia que afecta a 9 millones de ciudadanos británicos. No estoy muy seguro de que hayan sido los sentimientos altruistas los que movieron a la primera ministra a crear esta Secretaría de Estado, pues según el informe que sirvió de base para tomar esa medida, la soledad está asociada a enfermedades cardiovasculares, demencia, depresión y ansiedad, y puede ser tan perjudicial para la salud como fumar 15 cigarrillos al día. Esto tiene un coste económico para el Estado. Diez años de soledad de una persona mayor, según un estudio de la London School of Economics, suponen para las arcas públicas un sobrecosto de 6.000 libras esterlinas en sanidad. El estudio concluye que prevenirla es un buen negocio: cada euro invertido en prevenir la soledad, genera tres euros de ahorro.

Es comprensible que el factor económico influya en la toma de decisiones, pero sería lamentable que ese fuera el principal y no digamos el único factor que mueve a tomarlas. Es loable que la soledad sea considerada asunto de Estado. Pero debería ser asunto de Estado no por motivos económicos, sino por dignidad humana. Dígase lo mismo de muchos otros problemas que afectan a grupos de ciudadanos que, en muchas ocasiones, sólo se resuelven cuando los afectados se movilizan. Estoy pensando en niños con necesidades especiales, por ejemplo. Esas y otras cuestiones, se resuelven tarde y mal, no precisamente por interés altruista, sino por interés político, para acallar protestas o ganar votos. A esta sociedad nuestra los problemas ajenos no le interesan. A los políticos los problemas solo les interesan en la medida en que dan votos. Para la gente de bien, el problema ajeno debería convertirse en problema propio.

Muchas personas no tienen a nadie que las acompañe y comprenda. No tienen siquiera con quién hablar. Atender a esas personas es un asunto de humanidad. Pero incluso si nadie se preocupa por ellas, quizás ellas podrían hacer algo para superar su situación. No precisamente yendo a lugares donde hay mucho ruido, pues esos lugares suelen estar frecuentados por personas que no tienen nada que decirse, sino buscando a otras personas que se encuentren en su misma situación. Pues cuando dos soledades comparten su soledad, la soledad comienza a desaparecer.

En Gran Bretaña hay nueve millones de personas a las que les afecta ese problema. No sé cuántas hay en España, quizás la mitad. Muchas de esas personas se encuentran confinadas en sus casas, pero otras están en hospitales, sin que nadie las visite. En Gran Bretaña han creado una Secretaría de Estado para la soledad. ¿Y si, en España, a alguna institución social o caritativa se le ocurriera abrir un local para solitarios, para que pudieran compartir soledades y así hacerlas desaparecer?

Una última reflexión: si la soledad es nostalgia de amor, probablemente es también nostalgia de Dios.

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15
Nov
2018
Criogenia o como no morir nunca
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criogenización

Todos los seres humanos buscan vivir y vivir bien. Buscan vivir el mayor tiempo posible. Buscan no morir nunca. La muerte siempre se presenta como algo no deseado, como un ataque. Precisamente porque no se la desea, no suele hablarse mucho de ella. Hoy, la medicina y la técnica han logrado prolongar la vida hasta límites insospechados hace ciento treinta años. Es posible que logren prologarla todavía más. Pero siempre será una vida limitada. Lo único que logra la longevidad biológica es retrasar el gran problema nunca resuelto, que es el problema de nuestra finitud y, por tanto, el encuentro con la muerte.

Y, sin embargo, hoy hay quien habla no sólo de la posibilidad de vivir 500 años, sino incluso de no morir. Uno no sabe si estamos ante propuestas serias o ante ciencia-ficción. Por muy irreales que sean tales propuestas son una prueba más de la aspiración del ser humano a vivir siempre. La propuesta se llama criogenización, o sea, congelar el cuerpo o el cerebro en vistas a una reanimación futura. De hecho, en Valencia ofrece ya sus servicios la primera empresa europea de criogenización. Lo que estaba ya vigente en Estados Unidos ha llegado a Europa. La empresa aclara que no se trata de conservar cadáveres, sino pacientes a los que se les ha parado el corazón, con la esperanza de que, dentro de un tiempo, con la técnica adecuada, puedan retomar su actividad biológica, conservando su identidad y su memoria. Por 200.000 euros la empresa se compromete a conservar al “paciente” durante cien años.

Este tipo de propuestas se enmarcan dentro de lo que hoy se conoce como posthumanismo o transhumanismo. Se trata de especulaciones de hasta dónde podemos llegar gracias a técnicas de inteligencia artificial, por ejemplo, a que nos implanten un chip que mejorará nuestra memoria o nuestra visión hasta límites insospechados. La criogenización es seguramente la propuesta más atrevida. Cuando escucho esas cosas, me pregunto si las mejores promesas del transhumanismo no van a ser sus mayores frustraciones.

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11
Nov
2018
La muerte, ¿consecuencia del pecado?
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ermitasobremar

Me parece importante aclarar la relación que hay entre muerte y pecado, porque todavía hay creyentes que consideran que la muerte es consecuencia directa del pecado. Si el ser humano no hubiera pecado, piensan esos creyentes, no habría muerte. Esa manera de relacionar muerte y pecado no es del todo correcta, sobre todo si por muerte se entiende la muerte biológica.

Una primera aclaración: en la Escritura, la muerte y la vida no son, ni única ni principalmente, realidades biológicas, sino espirituales. Muerte tiene que ver con ausencia de Dios, y vida con presencia de Dios. Recuerden la parábola del hijo pródigo. El padre (imagen de Dios) exclama cuando el hijo regresa a la casa paterna: hagamos fiesta, “porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida”. Lejos del Padre hay muerte. La muerte aquí se identifica con el pecado. De ahí que pueda uno estar muy vivo biológicamente y muy muerto espiritualmente, porque ha perdido el Espíritu Santo, dador de vida. San Pablo, en Rom 7,9-10 dice que murió en cuanto revivió el pecado. Por tanto, lo grave y temible no es la muerte física, sino la muerte que produce el pecado alejándonos de Dios.

¿Cómo hay que entender entonces este dato de la tradición que relaciona la muerte biológica con el pecado? El pecado más que con la muerte, tiene que ver con el modo de morir, con la manera de afrontar la muerte. El pecador y el que vive alejado de Dios, ignora el sentido positivo que puede tener la muerte: “si hemos muerto con Cristo, también viviremos con él” (Rom 6,8). De ahí que, al pecador, la muerte le resulta algo no deseado, un ataque, y así la vive como algo angustioso y oscuro.

En la medida en que nos acercamos a Dios y nos asemejamos a Cristo, desparece la angustia y el miedo que provoca el tener que morir (Heb 2,15). De ese miedo vino a librarnos Cristo, pues a la luz de la fe, la muerte puede experimentarse como realización normal, no traumática, de nuestra hambre de trascendencia, como paso normal hacia la plena divinización. Por eso, si el ser humano no hubiera pecado, hubiera asumido plenamente la muerte, al no experimentar ninguna ambigüedad. También hoy, en la medida en que vivimos unidos a Dios, resulta posible vivir sin miedo a la muerte; vivir en la esperanza de que la resurrección de Cristo es primicia de nuestra propia resurrección.

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7
Nov
2018
Lo comprometido del testimonio
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apostolesconredes

Dicen los evangelios que el Señor, acompañaba, con la fuerza de su Espíritu, a los discípulos enviados a anunciar el Evangelio: “yo estoy con vosotros todos los días” (Mt 28,19); “el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que la acompañaban” (Mc 16,20). Sólo así es posible la misión: porque el Señor nos acompaña. No sólo nos acompaña, es él quien actúa y habla a través de nuestras pobres palabras, pero no lo hace sin nosotros. La misión siempre está empujada por el Espíritu. Pero el empuje está condicionado por nuestras posibilidades, capacidades, preparación, interés y esfuerzo. De modo que nosotros podemos frustrar, dificultar, impedir, o mal presentar la Buena Nueva.

Hablar de Jesucristo en nuestros ambientes requiere ser consciente de que a muchos de nuestros oyentes no les va a interesar el anuncio, quizás porque no lo comprenden, quizás porque los prejuicios sociales y personales, o los pecados eclesiales, les mueven a rechazarlo sin ni siquiera querer oírlo. Anunciar a Jesucristo requiere paciencia, dedicación, preparación y compromiso. Por otra parte, si bien el Evangelio tiene implicaciones en todos los ámbitos de la vida, su testigo no anuncia un programa político, ni defiende intereses económicos. Importa tenerlo claro, porque pudiera ocurrir que, los oyentes, creyendo rechazar el evangelio, lo que en realidad rechazasen fuera una determina política, o una desvirtuada presentación del Evangelio. Esta reflexión se aplica igualmente al problema de la necesaria inculturación del Evangelio: pudiera ocurrir que los oyentes, en vez de rechazar el Evangelio, rechazasen una determinada cultura con la que el misionero traduce el Evangelio.

El misionero es un portavoz, un testigo, un mediador. No se anuncia a sí mismo. Es un “criado”. Caemos así en la cuenta de lo comprometido que es el testimonio, porque si los oyentes rechazan al amo o el mensaje del amo, los inmediatamente rechazados son los enviados, los misioneros. Jesús cuenta una parábola que se aplica plenamente a lo que estoy indicando: un rey preparaba la boda de su Hijo. Mandó a los criados a avisar a los invitados. Y los invitados, rechazando la invitación real, mataron a los criados (cf. Mt 22,6; 21,35). La fe exige un testimonio que puede conducir al martirio (insisto: que puede conducir, no que necesariamente conduce). Si no estamos dispuestos a asumir este riesgo, es que no hemos comprendido del todo lo que significa ser cristiano.

Evidentemente, esos criados no actúan por dinero. Porque por dinero no se arriesga uno a perder la vida. Actúan convencidos, seducidos: “Señor, ¿a quién iremos?, sólo tú tienes palabas de vida eterna” (Jn 6,67). Cuando se ha hecho la experiencia de determinados amores, uno ya no comprende como puede ser su vida sin ellos. La primera condición de la misión es el encuentro con el Señor. Encuentro que te ha seducido. Que es permanente. Por tanto, exige ser siempre renovado. La Buena Nueva, antes de ser buena y nueva para los demás, empieza por ser buena y nueva para el testigo. En el fondo, el misionero anuncia al Señor contando su propia historia de salvación y de encuentro. Si no puede contar su propio encuentro, entonces transmite una doctrina, no invita a un encuentro personal.

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3
Nov
2018
Id por todo el mundo
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todoelmundo

“Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Esa fue la misión que Jesús encomendó a los suyos, su última recomendación. Con estas palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos y discípulas acaba el evangelio de Mateo. El evangelio de Marcos ratifica que estas fueron las últimas palabras que Jesús dirigió a los suyos: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). “Ellos salieron a predicar por todas partes” (Mc 16,20).

“Todas las gentes”, “todo el mundo”: el encargo de Jesús no tiene límites, alcanza a todas las personas de todos los lugares, culturas y tiempos de la tierra. Menos mal que este encargo no ha sido encomendado a uno solo, sino a “todos los discípulos y discípulas”, o sea, a todos los cristianos. Todo cristiano es un misionero, un testigo de Jesucristo, un anunciador del Evangelio. La vida del cristiano, sus obras y palabras, por si mismas, ya es testimonio, deben plantear al menos una pregunta: ¿por qué vive de esa manera, por qué piensa de esa manera? Si no plantea, implícita o explícitamente esa pregunta, es porque algo falla en su cristianismo.

A todas las personas, sin excepción, hay que “enseñarles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Posiblemente ahí empieza la primera dificultad del anuncio cristiano. Porque lo que el Señor nos ha mandado es que “os améis unos a otros” (Jn 15,17). La enseñanza de Cristo no es una teoría, no es una doctrina, no es una obligación. Es una vida, un modo de vivir. Y una vida no puede enseñarse si no se vive. Sólo quien primero ha guardado lo que el Señor le ha mandado, puede anunciarlo a otros. Una vida no se impone. Se anuncia compartiéndola. El Papa lo dice de esta manera: “Los cristianos tienen el deber de anunciar el Evangelio sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (Evangelii Gaudium, 14). (Continuará)

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30
Oct
2018
Lo que no hay detrás de un coche fúnebre
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eternidadazul

“Nunca he visto un camión de mudanzas detrás de un coche fúnebre”. Esta frase la utilizó el Papa Francisco, en una de sus homilías, para recordar que las riquezas acumuladas, en el momento decisivo de presentarnos ante el Señor, no sirven de nada. Quizás incluso pueden ser un obstáculo, o un motivo para que el Señor nos regañe, posiblemente con cariño, dejándonos claro que el dinero ni da la felicidad en este mundo ni sirve para comprar la eterna.

Detrás de un coche fúnebre hay personas apenadas. Si son cristianas, es de esperar que estén también esperanzadas. Más aún, es de esperar que den gracias a Dios por la vida del difunto. Esta acción de gracias será tanto mayor cuanto más generosa haya sido la persona que nos deja. Porque lo que de verdad queda de cada uno es el amor que haya repartido. El amor se reparte con palabras y cercanía, pero también reparte amor el que ayuda a los necesitados y comparte lo que tiene con los cercanos y los lejanos. Puesto que la vida de un cristiano es motivo de acción de gracias, la Iglesia celebra en fechas seguidas a todos los santos y a los fieles difuntos.

Si santos son lo que participan de la santidad de Dios, y si los difuntos son los que ya han entrado en este lugar donde nos espera el Amor verdadero y en el que ya no se muere más, entonces en estas dos fechas litúrgicas casi celebramos lo mismo. De hecho, mucha gente se acerca a los cementerios el día uno de noviembre, en la fiesta de todos los santos. Implícitamente este honrar a los difuntos el día de todos los santos es un modo de intuir que ellos están ya en el ámbito de la santidad, del encuentro con el único Santo, que es fuente de toda santidad.

Detrás de un coche fúnebre no hay un camión de mudanzas, porque para entrar en el cielo basta el amor. Lo demás sobra. El amor es fuente de vida y alegría. Las riquezas suelen ser motivo de preocupación, de discusión y, muchas veces, de enemistad. Eso, cuando no son resultado de la injusticia. El amor, por el contrario, borra los pecados, acerca a los enemigos, alegra a los amigos, une con Dios. Une sí, y nos identifica con Dios, porque el que ama ha nacido de Dios. Este convencimiento puede ser una buena manera de celebrar el día de todos los santos y el día de los fieles difuntos.

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26
Oct
2018
Clausura, ¿para monjas o para todo cristiano?
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clausura

El Vaticano II recordó que los consejos evangélicos eran un recordatorio para que todos los miembros de la Iglesia cumplieran sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana. O sea, eso de la pobreza, la castidad y la obediencia no es algo propio de algunos, sino de todos los cristianos: también los casados están llamados a vivir la castidad, eso sí, la castidad según su estilo de vida, la castidad en el matrimonio, que no significa ausencia de relaciones sexuales, sino vivir estas relaciones cristianamente. Un cristiano vive todos los aspectos de su vida queriendo asemejarse a Cristo.

Pues bien, este recordatorio que resulta ser la vida religiosa tiene una aplicación interesante y poco conocida en algo que parece propio y exclusivo de monjas y monjes, a saber, la clausura. La clausura no es algo negativo, sino muy positivo. Corresponde al principio paulino de no conformarse a la mentalidad de este mundo (Rm 12,2). Clausura es cerrar la puerta a todo aquello que pueda separarnos de Dios. En este sentido, la clausura es algo propio de todo cristiano. El modo como en la vida monástica se realiza esto propio de todo cristiano, a saber, buscando una separación física y visible del mundo, un espacio de silencio y recogimiento reservado solo a los religiosos, es un signo gráfico y visible de lo que todos están llamados a vivir.

Esta espacio reservado y separado no está en función de sí mismo, sino en función del encuentro con Dios y con Cristo. Es un signo de este encuentro íntimo y personal de la esposa (de la Iglesia) con el esposo (con Cristo). Y en este sentido, anticipa la meta de toda vida cristiana y la esperanza de la Iglesia: poder un día abrazar a Cristo y contemplar el rostro de Dios. Las monjas (ellas son las que mejor viven la clausura) son como esta ciudad situada en lo alto de un monte, para que todos al verla, recuerden que no tenemos en este mundo ciudad permanente, que somos peregrinos caminando hacia otra ciudad, cuyo arquitecto y constructor es Dios mismo. Un reciente documento de la Santa Sede (“Cor orans”) lo dice con estas palabras: la clausura anuncia una posibilidad ofrecida a cada persona y a toda la humanidad de vivir únicamente para Dios, en Jesucristo.

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22
Oct
2018
Gracia, amor desbordante
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flores

En la liturgia, la catequesis y la predicación se utiliza con frecuencia el término “gracia”. ¿Qué implica, qué se quiere decir con esta palabra? Gracia es ante todo el Amor de Dios por nosotros, un amor tan gratuito que se diría que no tiene ningún otro motivo que Dios mismo: Dios es así, tan generoso, tan desbordante de amor. Es “lleno de gracia” (Jn 1,14). Humanamente podría describirse con la imagen de lo que sobra por todas partes y por todas partes se derrama. Así es el amor de Dios: un amor sobrante que brota de un corazón amante y apasionado, que ama sin poder hacer otra cosa porque él “es” el Amor.

Gracia es también el resultado que este amor primero y gratuito de Dios ha causado en nosotros: de su plenitud, todos hemos recibido una gracia que se corresponde con la suya (Jn 1,16). El ser humano que recibe el amor de Dios no lo recibe de forma pasiva. Más aún, el ser humano que ha acogido el amor de Dios ya no está ante Dios en la situación anterior, ya no es el ser humano que era antes de acoger este amor. Es una persona transformada, una nueva creación.

Además de transformar a la persona, la gratuidad del amor de Dios suscita en el receptor una respuesta de nueva gratuidad: “nosotros amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19). El amor de Dios es creador y busca multiplicarse hasta el infinito para alcanzar así lo propio de toda gratuidad: la superabundancia.

En los manuales de teología se ha acentuado, a veces, el segundo de los aspectos de la gracia que hemos mencionado: la transformación de la persona que acoge el amor de Dios. Pero es importante dejar clara la primacía de la iniciativa soberana de Dios, que ama al ser humano de forma incondicional, antes de cualquier respuesta posible del ser humano, siendo fiel a ese amor en toda circunstancia. Esta fidelidad de Dios a su amor encuentra su más poderosa manifestación en el hecho de que ame a sus enemigos (Rm 5,19). Ahí se manifiesta la incondicionalidad de un Amor: “el Altísimo es bueno con los desagradecidos y perversos” (Lc 6,35).

Ahora bien, la gracia, en su más acabado sentido teológico, no se realiza en el amor al enemigo. Porque la gracia es esencialmente encuentro y relación. En Dios es comunión y en el ser humano es apertura que responde y acoge con agradecimiento la oferta divina de comunión. Ni Dios sólo ni el hombre sólo constituyen la gracia. La gracia es el encuentro de dos amores, aunque en el caso del amor de la persona a Dios, tal amor haya sido suscitado por el previo amor divino.

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