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¡Sal de tu tierra!
1 comentariosLa emigración es un fenómeno tan antiguo como la humanidad. Es incluso el motor del progreso y de la evolución. La aparición del homo sapiens ha sido posible gracias a sucesivas oleadas de inmigrantes africanos, la última y más decisiva hace cien mil años. No hace falta remontarse tan atrás. A principios del siglo XX muchos europeos emigraron pacíficamente a distintos países de América; y hacia la mitad de este pasado siglo XX muchos portugueses, españoles e italianos emigraron a Suiza o Alemania. Ellos aportaron trabajo y progreso. Y fueron muy bien recibidos.
En lo que se refiere a América latina, desde hace unos años asistimos al fenómeno inverso: son los de allí los que vuelven a España, aunque cada vez encuentran más dificultades para que les dejen entrar. Porque en vez de ver en ellos a nuestros propios abuelos, vemos a unos supuestos adversarios que vienen a quitarnos lo que pensamos que es nuestro, y en realidad también es de ellos. Porque la tierra es de todos. Un cristiano debe tener claro que Dios ha dado la tierra para el disfrute de todos los seres humanos, no una parte a unos y otra parte a otros, sino toda la tierra a todos y cada uno: “del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes” (Sal 23,1). Eso de que la tierra es de todos lo pensaron los colonizadores europeos del siglo XIX, aunque en realidad actuaban como si la tierra fuera de quien la conquista a base de fuerza. Hoy los europeos piensan que Europa es solo de los europeos. Y actúan en consecuencia.
La emigración, además de ser un fenómeno consustancial a lo humano, es también el lugar dónde se revela Dios. Por eso, la emigración forma parte de la historia de la salvación. Esta historia comienza cuando Yahvé ordena a Abraham que salga de su tierra y se dirija a un tierra distinta que él mismo le mostrará (Gen 12,1). Y Abraham salió “sin saber a dónde iba” (Heb 11,8), pero convencido de que fuera donde fuera, si estaba con Dios, allí estaría en su casa, porque toda la tierra es casa de Dios. Los descendientes de Abraham se vieron obligados de nuevo a emigrar, porque la tierra en la que estaban no daba suficiente pan. Y fueron a Egipto. Allí había pan, pero no libertad. De nuevo Yahvé se compadeció del débil y del oprimido y sacó a su pueblo de aquella tierra de esclavitud.
No es extraño que a lo largo del Antiguo Testamento se le recuerde a Israel algo que no debe olvidar: “recuerda que tú también fuiste extranjero”. ¿La razón de este recordatorio? Tienes que tratar bien al extranjero, tienes que ser para él lo mismo que Yahvé ha sido para ti: “al forastero que reside entre vosotros, lo miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis forasteros en la tierra de Egipto” (Lv 19, 34). O sea, ama al inmigrante, porque es como tú. El extranjero es como si fuera de tu pueblo. Porque tu pueblo, también es suyo (continuará).