Abr
Dos pecadores, una acusada
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El evangelio de este quinto domingo de cuaresma comienza de forma muy irónica y llamativa: se insiste por dos veces en que estamos ante una mujer sorprendida en adulterio, sorprendida en flagrante adulterio. Si la sorprenden en el acto del adulterio, eso significa claramente que la sorprenden con otro. ¿Dónde está el otro?, ¿por qué el otro no es detenido?, ¿por qué no van a por él si se ha escapado?, ¿por qué no es acusado? Ya sería el colmo de la ironía pensar que el otro, porque sin otro no hay adulterio, estaba entre los dispuestos a apedrear.
Los fuertes, si son culpables, en muchas ocasiones, saben como ocultarse. Además, tienen muchos medios para defenderse. Por su parte, los débiles (no importa si son varones o mujeres, ancianos o niños) suelen ser considerados más culpables que los fuertes. Los débiles, en ocasiones, cargan con las culpas ajenas y, casi siempre con las propias. Los débiles no tienen quién les defienda. Y mucho menos, si son culpables. Esta mujer tuvo la suerte de que allí estaba un valiente, un valiente que no necesitaba arma ninguna, le bastaba la fuerza de su palabra. Ese que en otra ocasión fustigaba a los que se fijaban en la paja en el ojo ajeno y no veían la viga en el propio.