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Ago2016Monjas, religiosos y curas, ¿trabajan?
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Ago
Hay oficios en los que nunca falta el trabajo. Y no precisamente por lo difícil que es “la carrera”, sino por la falta de candidatas y candidatos. Las monjas, los frailes y los curas tienen trabajo de sobra. Cierto, en estos “oficios” también hay quienes no cumplen. Pero eso no quita que, para quienes cumplen, haya trabajo.
La falta de candidatos para religiosos y para sacerdotes no se debe a que “la paga” suela ser pequeña, en términos monetarios, sino a otros factores de tipo social y cultural que no es el momento de analizar ahora. La paga no es muy elevada, pero hay que decir algo más: nadie entra en un noviciado o en un seminario pensando en el dinero. Y si, por una de esas cosas que también pasan a veces, alguien entra pensando en el dinero o en la promoción social, se ha equivocado de lugar. Y lo más probable es que no sea feliz y, lo que es peor, haga infelices a los demás.
Todos sabemos, por ejemplo, que muchos enfermos, en los hospitales, prefieren ser atendidos por enfermeras monjas, porque ellas tienen fama de no medir el tiempo y de saber consolar y escuchar. Que quede claro: conozco a enfermeras y enfermeros laicos que hacen una labor humana que va más allá de lo profesional. Pero lo que quiero decir es que las religiosas y los religiosos, si son fieles a su vocación, no tienen un tiempo contado, porque el tiempo está en función de la persona a la que atienden y no en función de un horario. Si eso también ocurre en el caso de algunos laicos, mejor que mejor, porque la sorpresa del enfermo y de su familia es mayor. Por eso, si son creyentes, su testimonio es más creíble y, si no son creyentes, su dedicación es más admirable.
También los curas, los buenos curas, que de todo hay, como en todas las profesiones y oficios, no tienen horarios fijos. Si son fieles a su vocación, todo su tiempo está en función de los fieles que les han confiado. Este es uno de los sentidos del celibato: una donación completa de la propia vida a Dios y, en consecuencia, una vocación asumida totalmente, sin reservas. Porque en estos oficios clericales (monjas, religiosos, curas) se trata de vocaciones libres, pero rigurosas.
También las monjas y monjes contemplativos, así como las y los eremitas, se ganan el pan con su trabajo, aunque dedican muchas más horas a la oración, a la meditación, o sencillamente a “no hacer nada”, que al trabajo material. Ellas y ellos son un signo de contraste para este mundo obsesionado por el dinero e incluso por el esfuerzo. Las personas de hoy tienen horror al “tiempo vacío” y, por eso, siempre están ocupadas, bien trabajando, bien escuchando música, viendo la televisión o chateando por el móvil o el ordenador. No hacer nada les causa pavor. Las monjas y monjes, que dedican más tiempo a “no hacer nada” que a trabajar, son un signo de contraste, que plantea una pregunta: ¿a qué se dedican, qué hacen no haciendo nada? El ser humano no está hecho para hacer, sino para ser.
El deporte es competencia. Los que participan en las olimpiadas quieren ganar. Para que uno gane, otros tienen que perder. Pero el deporte puede y debe vivirse como una competencia sana. En la que el perdedor no se sienta humillado. Hay dos datos en las olimpiadas que ayudan a fortalecer este dicho de que más importante que ganar es participar. El primero: no es solo uno el que sube al podio. Son tres los que reciben medalla, son tres los reconocidos como mejores. Y en el podio, normalmente, tras la entrega de las medallas, los tres suben abrazados al cajón más alto, como signo de unidad y de encuentro. Por otra parte, los vencedores son muy conscientes de que los perdedores son casi igual de buenos que ellos, porque las diferencias entre unos y otros, en las pruebas de velocidad por ejemplo, son de centésimas de segundo. Todos son muy buenos. Las diferencias entre unos y otros son mínimas. He ahí un dato importante que todos deberíamos aprender: lo que me separa del otro es tan pequeño, tan pequeño, que, en el fondo, no vale la pena envidiarle.
Según el primer libro de la Biblia, Dios, tras crear al ser humano, le ofrece una serie de indicaciones, pero no hay ninguna respuesta. Quizás porque no es necesaria. La primera respuesta se produce una vez que el ser humano ha roto las amistades con Dios. Entonces Dios se preocupa y le interpela: “¿dónde estás?”. Respuesta de Adán: tengo miedo, miedo de ti, por eso me he escondido. Grave error: un Dios temible es un falso Dios. Pero la pregunta por el dónde estás es significativa: lejos de Dios, no estamos en el buen lugar. La pregunta quiere hacer caer en la cuenta de cuál es el lugar en que estamos bien. Cuándo estamos mal, la pregunta por el dónde estás o por el qué te pasa, es una invitación a volver a estar bien.
Predicar consiste en comunicar a otros lo que uno ha contemplado. Estas palabras, inspiradas en Tomás de Aquino, resumen, a mi entender, lo que, entre los dominicos se conoce como “misión intelectual” de la Orden. En efecto, el estudio, uno de los elementos esenciales que definen el carisma de la Orden, no tiene valor por sí mismo, está al servicio de la predicación. Ahora bien, una predicación que no esté avalada por el estudio, se convierte en un recetario de frases piadosas o de fórmulas genéricas que no iluminan la inteligencia. Y sin luz, no hay modo de caminar en la vida, ni de saber a dónde vamos.
“La oscura celda no es estación término”. Así reza el verso que una persona amiga me ha enviado debajo de la foto del Papa sentado en la celda en la que murió Maximiliano Kolbe. Murió, sí. Como todos. Pero en este caso le mataron. ¿Y qué hace el Papa en el lugar del martirio del religioso franciscano, del hermano menor, del que entregó la vida para salvar a otro hermano desconocido? La rabia, e incluso el deseo de venganza serían comprensibles. El clamor por la justicia sería igualmente comprensible y más cristiano. El reclamo de la verdad sería otra salida digna. Pues bien, Francisco no tiene rabia, no pide venganza, ni justicia, ni verdad. No culpa a nadie. No pregunta por el silencio de Dios. Es él, el Papa, el que guarda silencio. Silencio significativo, silencio que invita a la reflexión, silencio que es un grito de horror.
Cuando se decide a hablar solo pide perdón. Lo pide en primera persona. Porque todos necesitamos perdonar y ser perdonados. “Perdón, Señor, ante tanto horror”. Perdón, Señor, a ti que eres Misericordioso, rico en Misericordia. Rico, o sea, que te sobra por todas partes, que tienes tanta que desborda y parece que se pierde inútilmente. Pero en esta palabra de perdón está nuestra salvación. La salvación para unos y para otros, para víctimas y verdugos. Para que un día deje de haber víctimas y verdugos y aparezca una nueva humanidad, una nueva hombría, en la que todos vivamos reconciliados, unidos, enlazados, porque el amor llena nuestra vida.
La reciente constitución apostólica sobre la vida monástica indica que uno de los temas sobre los que es necesario reflexionar es el de la autonomía de los monasterios femeninos. Autonomía no es autorreferencialidad. Debe estar abierta a la comunión con los otros monasterios. De ahí la importancia y la necesidad de las federaciones. A partir de ahora no podrá haber monasterios que no estén federados.
Por fin ha salido la esperada constitución apostólica sobre la vida monástica femenina, que lleva por título: “La búsqueda del rostro de Dios”. El Papa afirma haber escrito esta constitución “tras las debidas consultas”. En este caso la frase no tiene nada de retórica. Más aún, me permito añadir: tras las debidas consultas a la base, o sea, tras una amplia encuesta a todos los monasterios de vida contemplativa. Por este motivo, las monjas esperaban expectantes el resultado de la consulta.
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia”, afirma el Papa Francisco. Además de otros, ofrece este primer motivo: es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Hay muchos motivos que hacen conveniente, más aún necesario como dice el Papa, volver nuestra mirada, o nuestra reflexión, hacia el misterio de la misericordia. Porque efectivamente, se trata de un misterio, una realidad que siempre se nos escapa y que, por eso, no podemos controlar del todo. Nunca acabamos de comprender esta actitud tan humana y tan divina como es la misericordia, porque parece que va más allá de todas las razones. A veces, se diría que lo razonable no es el amor, sino la indiferencia, el rechazo o incluso el odio. ¿Por qué tener misericordia de un desconocido y no digamos de alguien que nos ha hecho daño? La misericordia es, efectivamente, una realidad misteriosa. ¿Será que hay rincones del corazón humano, rincones buenos, que de vez en cuando nos sorprenden?