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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

13
Mar
2021
Un amor más grande que nuestro pecado
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La liturgia de la palabra del cuarto domingo de cuaresma podría resumirse diciendo que el amor de Dios es más grande que nuestro pecado. Al respecto la segunda lectura dice algo sorprendente, sobre todo para los que solemos guiarnos por el criterio del esfuerzo y de los méritos, de lo que me he ganado, de lo que se me debe: Dios, rico en misericordia, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha salvado por pura gracia. Por una parte, Dios es rico en misericordia, en el sentido de que le sobra misericordia, por eso la desborda por todas partes. Ese Dios misericordioso no nos ama cuando somos buenos, o cuando nos proponemos serlo, nos ama siempre, nos ama siendo nosotros pecadores, porque sólo sabe y sólo puede amar.

Por eso, estamos salvados por gracia, por la fe, por puro don de Dios. Eso es amar: no te amo por lo que me das o por lo bueno y guapo que eres, no te amo por lo que puedo sacarte, te amo porque yo soy así, porque tengo un corazón generoso, rico en misericordia. Te amo gratis, tan gratis que te amo cuando eres pecador, cuando eres mi enemigo. Este Dios es sorprendente. Solo cabe una actitud ante un Dios así: la acción de gracias.

En el Evangelio encontramos esta afirmación luminosa: Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo, no para juzgar, no para condenar, sino para salvar. Tanto amó, no se puede amar más. Por eso envió a su Hijo al mundo, lo hizo cercano, próximo, solidario de nuestra realidad. En Jesús no hay ningún asomo de condenación. Somos nosotros los que nos alejamos de él. Él no se aleja nunca de nosotros. Vino la luz al mundo, la luz ilumina siempre, son los hombres los que se alejan de la luz, los que prefieren las tinieblas. En Dios solo hay luz, no hay sombra alguna; en Dios sólo hay cielo, no hay infierno. El infierno se lo monta el hombre al alejarse de Dios. Dios no condena a nadie, pero nos hace responsables. Por eso tampoco se impone, respeta nuestra libertad. El don de Dios es gratuito, pero pide ser acogido.

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11
Mar
2021
Retraso de la semana santa, ¿con qué objetivo?
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procesiones

Desde la Universidad Politécnica de Madrid se ha propuesto retrasar tres semanas la Semana Santa. ¿Con qué objetivo? Para disfrutar mejor de unos días de vacaciones y para beneficio de la hostelería. Eso, dando por supuesto que con este retraso la incidencia del virus habrá disminuido, porque habrá mucha más gente vacunada.

Convertir la semana santa en tema vacacional o en asunto de mercado va en línea con lo que hace unos meses califiqué de religiosidad de temporada. Entonces indiqué que los mejores ejemplos de este tipo de religiosidad estaban en los días Navidad y de Semana Santa. En estos días muchas personas asisten a algún acto de culto, pero muchas más asisten a actos que no son estrictamente litúrgicos, aunque están relacionados con el evento religioso de tales días: se presencia una procesión, se aplaude a una imagen, se visitan belenes o monumentos eucarísticos, pero lo propio de la religión, que es el encuentro con Dios, ni se plantea. Importa la sensibilidad. O mejor, la sensiblería.

En la religiosidad de temporada abundan los medios, pero no median, porque ocultan el fin. Las mediaciones religiosas orientan a una realidad más grande, están al servicio del encuentro con Dios. Si lo que importa es la imagen, y no digamos si lo que importa es el artista, no estamos en línea con lo que pretende la imagen. Ella pretende orientar más allá, señalar una realidad divina. Hace muchos siglos Confucio, un pensador chino, notaba: cuando el sabio señala la luna, el idiota mira al dedo. Aplicado a la religiosidad de temporada: cuando la imagen señala lo divino, algunos espectadores se preguntan por los colores o los vestidos de la imagen.

Si además pretendemos aprovechar la religión para convertirla en asunto de mercado, entonces los medios ya no es que oculten el fin, es que lo cambian, buscan otro fin. Deseo vivamente que el virus pierda fuerza. Pero la cuestión de fondo en esta propuesta de retrasar la semana santa a finales de abril es el turismo y el negocio. Si hay procesiones, habrá turismo. Sin procesiones, no lo habrá. Estoy a favor del turismo y del negocio, pero no es bueno que se confundan las cosas. La semana santa no es ocasión para hacer negocio. Y puede celebrarse con procesiones o sin ellas. Lo que importa no son las procesiones. Importa que esas procesiones nos ayuden a vivir el misterio pascual. ¿Es eso lo que se busca con la propuesta de retrasar la semana santa, vivir mejor el misterio pascual? ¿O son otros los intereses?

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7
Mar
2021
El Papa en Irak: puentes para la paz
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La visita del Papa a Irak ha sido, por sí misma y más allá de todos los discursos, un alegato en favor del entendimiento entre las religiones. Este entendimiento entre las religiones es posiblemente el mejor camino para el entendimiento entre las personas. Las religiones pretenden ser caminos de encuentro con Dios, y el encuentro con Dios pasa necesariamente por la confesión de su común paternidad sobre todos los seres humanos, y toda paternidad es también fuente de fraternidad. Pues bien, las religiones, que parece que deben unir, desgraciadamente han sido, a lo largo de la historia, obstáculos para la fraternidad y motivo de descalificaciones mutuas. Se diría que lo que más debe unir es lo que más ha separado. El nombre de Dios, nombre de paz, en vez de pacificar, ha provocado odio, enemistad y guerra.

Las confesiones cristianas y la Iglesia católica en particular, al menos a nivel de líderes y dirigentes, han ido cobrando conciencia de que el amor al que están llamados los cristianos tiene dimensiones universales y, por tanto, alcanza incluso al enemigo. Eso significa que un cristiano no es enemigo de nadie, aunque por desgracia, puede tener enemigos.

La visita del Papa a Irak ha sido una búsqueda explícita de entendimiento con la gran religión que tiene sus orígenes en el profeta Mahoma. Como ha ocurrido con otras religiones, también dentro del Islam han surgido diferencias internas. Por otra parte, las religiones, cristianismo e islam incluidos, han dado lugar a fanatismos, que siguen siendo activos y son causa de confusión. Pues es fácil y tentador identificar a “todos” con la minoría fanática.

En sus discursos en Irak el Papa ha resaltado ejemplos de colaboración entre cristianos y musulmanes que, más allá de las palabras, muestran el camino que debemos seguir: “los jóvenes voluntarios musulmanes de Mosul, que ayudaron a reconstruir iglesias y monasterios, construyendo amistades fraternas sobre los escombros del odio, y los cristianos y musulmanes que hoy restauran juntos mezquitas e iglesias”; “el testimonio de Dawood y Hasan, un cristiano y un musulmán que, sin dejarse desalentar por las diferencias, estudiaron y trabajaron juntos”; “el ejemplo heroico de Najy, de la comunidad sabea mandea, que perdió la vida intentando salvar a la familia de su vecino musulmán”.

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3
Mar
2021
Precauciones para dar la comunión
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Con mucha sabiduría nuestros Obispos han dictado una serie de normas para administrar la eucaristía en estos difíciles tiempos de pandemia, entre otras que el celebrante, antes y después de repartir la comunión, se lave las manos con gel hidroalcohólico. Sin embargo, hay quién tiene sus reticencias ante esta necesidad, argumentando que la divinidad de Jesucristo tiene más poder que cualquier virus.

Para comprender que se tomen precauciones para dar la comunión, puede ser bueno recordar algunas verdades teológicas a propósito de la presencia de Cristo en la eucaristía. La teología siempre ha distinguido en el sacramento la substancia de los accidentes. Los accidentes, o sea, la apariencia de pan y de vino (con sus componentes químicos) no cambia. Lo que se convierte en el cuerpo y la sangre de Cristo, y por tanto cambia, es la substancia del pan y del vino. La substancia es lo que hace que algo sea lo que es. No es una realidad física, está más allá de la física.

La Iglesia entiende que la palabra que mejor define lo que ocurre en este sacramento es “transubstanciación”: la substancia del pan y del vino desaparece al convertirse en substancia del cuerpo (la persona) y la sangre (la vida) de Cristo. Precisamente porque la substancia no es visible a los ojos, la presencia de Cristo en el sacramento no se conoce por los sentidos, sino solo por la fe. Porque los sentidos ven lo visible. La fe percibe lo invisible. Invisible pero muy real, porque la realidad no se limita a lo que puede tocarse con las manos. Por eso se dice que la presencia de Cristo en la eucaristía es verdadera, real y substancial. Estamos, como dice la liturgia, ante el misterio de nuestra fe. Un misterio que es prenda de inmortalidad.

Santo Tomás de Aquino tras explicar que los accidentes del pan y del vino permanecen en el sacramento después de la consagración, se pregunta si estas especies (accidentes, apariencia de pan y vino) pueden inmutar, o sea, afectar a algo exterior a ellas. Y responde que después de la consagración conservan la misma capacidad de obrar que tenían antes de la consagración. Por tanto, si pongo encima del pan consagrado un trozo de azúcar y me lo tomo, este pan, que contiene sacramentalmente a Cristo, introduce también en mi boca el trozo de azúcar. Donde digo azúcar póngase virus. Me parece que así se comprende la gran conveniencia de tomar las debidas precauciones a la hora de dar la comunión.

Los sacramentos no son magia. Son la prolongación en nuestra historia de la humanidad de Cristo. Y así como la humanidad de Cristo (dicho con todo respeto) podía llevar las manos manchadas, también el pan eucarístico puede contener polvo o partículas ajenas al pan. Cristo resucitado no llega a nosotros espectacularmente, sino bajo apariencias humildes. De forma muy real, muy verdadera, pero no de forma física, material, sino en virtud del Espíritu Santo, que hace presente a Cristo bajo la apariencia del pan y del vino.

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28
Feb
2021
Las vacunas llegan, pero despacio
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Las vacunas contra el covid-19 van llegando. Más despacio de lo que se pensaba y de lo deseable, pero llegan. Posible motivo del retraso: me dicen que las farmacéuticas han vendido y cobrado (eso es lo que de verdad les interesa) más vacunas de las que pueden suministrar en los plazos acordados. Conozco a personas ya vacunadas. Están contentas. A mi, más que del pasado, me gustaría hablar del futuro. He tenido ocasión de hablar dos veces con el ambulatorio donde me corresponderá vacunarme, y cuando pregunto la fecha aproximada de la posible llamada, me responden: no se sabe, depende de muchas cosas. El escenario de suministro es muy inestable. Se habla de pasado, se habla de presente, pero cuando se trata de futuro todo se queda en vagas promesas, sin precisión alguna.

Sigue habiendo personas que no consideran del todo efectivas las vacunas. Algo de eficacia sí deben tener. En todo caso, es lo único que, por ahora, tenemos. Debemos aprovechar los medios que la ciencia nos ofrece para cuidar la vida. Ahora bien, una cosa es dudar del grado de eficacia de las vacunas y otra ser un negacionista. Conozco alguno que utiliza argumentos bastante peregrinos, llegando hasta negar el hecho mismo de la existencia del virus. Eso es negar la evidencia, sobre todo cuando uno conoce personas que están infectadas, que han estado en el hospital o incluso que han fallecido a causa de la epidemia. Lo más triste es aprovechar el púlpito para proclamar tesis negacionistas. La homilía nunca puede ser ocasión para exponer opiniones personales que, para colmo, no están contrastadas ni avaladas por los que más entienden del asunto que se expone.

El Concilio Vaticano II recomendaba a los eclesiásticos que, en asuntos no teológicos, se dejaran guiar por el criterio de los expertos. Recuerdo estos textos, que siguen siendo de actualidad: “el progreso científico permite conocer más a fondo la naturaleza humana, abre nuevos caminos para la verdad y aprovecha también a la Iglesia”. Por eso, “la Iglesia necesita la ayuda de quienes, sean o no creyentes, conocen a fondo las diversas disciplinas” científicas (Gaudium et Spes, 44). Pues quien “se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aún sin saberlo, por la mano de Dios” (Gadium et Spes, 36).

No sólo pensando en el bien de los alejados, sino en nuestro propio bien, conviene crear un ambiente adecuado para que nuestros políticos piensen más allá de las fronteras nacionales y busquen el modo de que las vacunas lleguen a todos los lugares del mundo. Me dice alguien que conoce el paño: para eso se necesitan genéricos. Pues muy bien, ¡genéricos para todos!

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25
Feb
2021
La fe en lucha con la propia cultura
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La salida de lo propio, que comienza con la migración de Abraham (según veíamos en el post anterior) tiene su continuación en la Biblia. Al respecto, Joseph Ratzinger ha hecho notar algo sumamente interesante, a saber: que la Biblia no es simplemente expresión de la cultura del pueblo de Israel, sino que se encuentra en lucha con esa cultura, con las propias ideas y deseos con los que el pueblo de Israel pretende afirmarse a sí mismo. De modo que la fe en Dios y la llamada a cumplir su voluntad chocan con las pretensiones de Israel.

Dice literalmente J. Ratzinger: “Esta fe (en Dios) se opone constantemente a la propia religiosidad de Israel y a su propia cultura religiosa, que quería expresarse en el culto en los lugares sagrados, en el culto a la diosa del cielo, en la pretensión de poder de la propia monarquía. Comenzando por la cólera de Dios y de Moisés por el culto al becerro de oro en el Sinaí y llegando a los profetas tardíos de después del destierro, se trata siempre de arrancar a Israel de su propia identidad cultural y de sus propios deseos religiosos, para que abandone el culto de la propia nacionalidad, el culto de ‘la sangre y de la tierra’, a fin de que se postre ante el Dios totalmente Otro, ante el Dios que no es propiedad suya, ante el Dios que creo el cielo y la tierra y que es el Dios de todos los pueblos”.

La fe cristiana, aunque sea lo que mejor se corresponde con los deseos más profundos del corazón humano, aunque sea lo más humanizador, siempre nos descentra, nos saca de nosotros mismos. Pero precisamente en este salir de nosotros está nuestra salvación, porque sólo hay salvación en el amor. Y el amor es encuentro. Y el encuentro supone una adaptación, un integrar la propia identidad en la identidad del que me acoge. Saliendo de nosotros mismos es como mejor nos poseemos, pues la individualidad es limitada. El que sale no sólo puede dar, también puede recibir. La fe en Jesucristo es una constante apertura, una salida del ser humano al encuentro con Dios.

Una aplicación a la relación de la fe con la cultura: la fe cristiana no se identifica con ninguna cultura, por eso puede asumir todas las culturas. Pero, al mismo tiempo que las asume, también las corrige, las purifica, las eleva con su suprema inspiración.

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22
Feb
2021
La fe: salir de la propia tierra
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caminardescalzo

Tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento, Abraham es el gran modelo de la fe. Su historia comienza con una extraña llamada: “sal de tu tierra, de entre tus parientes y de tu casa paterna” (Gen 12,2). No es nada fácil hacer caso a una llamada así: se trata de una auténtica ruptura cultural. Un desarraigo así representa para el hombre antiguo una empresa irrealizable que sólo podía conducir a la ruina. ¿Cómo es posible lanzarse a una aventura así? Respuesta de S. Kierkegaard: “Por la fe Abraham abandonó el país de sus padres y fue un extranjero en la tierra prometida. Dejaba algo tras él: su razón, y se llevaba algo consigo: la fe; si no hubiera sido así, pensando en lo absurdo del viaje, nunca habría partido”.

También la fe cristiana es una ruptura. Nunca llega precedida de lo propio. Irrumpe desde el exterior. Nadie nace siendo cristiano, ni siquiera cuando nace en un mundo cristiano y de padres cristianos. El cristianismo acontece siempre como un nuevo nacimiento. El ser cristiano comienza con el bautismo, que es muerte y resurrección (Rom 6), no con el nacimiento biológico.

Como dice muy bien Joseph Ratzinger, la fe cristiana no es producto de nuestras experiencias. Es un acontecimiento que llega a nosotros desde fuera. Se basa en algo o alguien que nos sale al encuentro, algo a lo que no llegamos con nuestras experiencias. La fe no es un profundizar en nuestra interioridad, sino abrirnos a lo que acontece. La fe es acoger una revelación, que me abre a lo nuevo, me arranca de mi mismo y me eleva sobre mí. Por eso, la fe no es resultado de mi experiencia, sino algo que llega a mí desde fuera. Los grandes misterios de la fe cristiana no son objeto de ninguna experiencia interior. La Trinidad y la Encarnación son revelaciones, acontecimientos que se me ofrecen. Este “venir desde el exterior” resulta escandaloso para el hombre moderno, celoso de su autonomía.

Al inicio de su primera encíclica, Benedicto XVI resumió muy bien lo que significa la fe cristiana: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

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18
Feb
2021
Jesús, ¿tentado de verdad?
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El primer domingo de cuaresma nos encontramos con el relato de las tentaciones de Jesús. La versión que leemos este año es la de Marcos, una versión que prescinde del contenido de las tentaciones, para quedarse sólo en la afirmación de que Jesús fue tentado por Satanás. La noticia invita a preguntar si Jesús, el que no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca, el que procedía de Dios, podía ser de verdad tentado. Porque ser tentado implica que uno puede caer en la tentación.

En esta cuestión está en juego la realidad de la Encarnación, la posibilidad del seguimiento, y la compasión de Jesús por nuestras caídas, pecados y debilidades. Jesús no asume una humanidad ideal, sino real; por tanto, una humanidad pecadora, hasta el punto de que san Pablo llega a decir que “Dios envió a su Hijo en una carne semejante a la del pecado” (Rm 8,3). Al colocarse a nuestro nivel, se comprende que Jesús nos llame a imitarle. Si ha pasado por dónde debemos pasar nosotros su llamada al seguimiento no es absurda, sino realista. Finalmente, si fue “tentado en todo igual que nosotros”, como dice la carta a los Hebreos (4,15), entonces puede comprender a los que son tentados y compadecerse de nuestras flaquezas.

Pecar no es lo propio del ser humano. Adán podía no haber pecado. Ahora bien, la tentación y, por tanto, la posibilidad de pecar, es propia de los humanos. ¿Cómo entender la tentación de Jesús? Jesús tenía capacidad para pecar, pero su actitud (o sea, su manera de enfrentarse a los acontecimientos, su estar siempre orientado hacia Dios) le impedía pecar. Cualquier persona en su sano juicio tiene capacidad para tirarse desde un sexto piso a la calle, pero su sensatez le impide hacerlo. Puede, pero no quiere, y en el no querer es donde su libertad se realiza plenamente, porque la libertad encuentra en el bien su mejor realización. Del mismo modo, Jesús no tenía ninguna inclinación al pecado, pero esto no significa que fuera impasible ante la tentación y no tuviera capacidad para sus malévolas propuestas.

Ahora bien, esta capacidad para el mal resultaba contradictoria con su opción fundamental y, en este sentido, cabe calificarla de humanamente absurda. Humanamente: ahí está la clave de todo este asunto. Un hombre puede ser capaz de muchas cosas y, en otro sentido, ser absolutamente incapaz de llevar adelante alguna de ellas. En el no querer el mal es donde uno demuestra su auténtica libertad y su dominio de sí.

El “no pecar” de Jesús es el triunfo del bien que le habita y por el que ha optado definitivamente. Su “no pecar” no es debido a ningún determinismo, a ninguna impotencia, ni a deficiencia alguna de su voluntad ante algo que supera sus fuerzas. Jesús era pecable en cuanto a su capacidad, pero impecable en cuanto a su inclinación al mal, por mucho que pudiera captar sus seducciones. Jesús se convierte así en el paradigma de toda libertad humana, que debe tender siempre a afincarse en el bien.

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15
Feb
2021
La fiesta de los cuarenta días
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miercolesceniza

En latín cuaresma se dice “quadragesima”, o sea, los cuarenta días que preceden a la Pascua. Si fuera legítimo traducir “quadragesima” por cuarentena, bien podríamos decir que vamos a comenzar la fiesta de los cuarenta días, o la fiesta de la cuarentena.

El término cuarentena se ha hecho popular durante este tiempo de pandemia, para describir el aislamiento de las personas. En cuaresma no se trata de ningún aislamiento. Todo lo contrario, se trata de salir al encuentro del Señor glorioso, que resucita de entre los muertos. Por eso he calificado la cuaresma de fiesta de los cuarenta días. Esperar el acontecimiento decisivo de la salvación sólo puede hacerse en un clima de fiesta.

El miércoles de ceniza quiere llamar nuestra atención, despertarnos para que percibamos lo que, desgraciadamente, pasamos por alto con demasiada frecuencia, a saber, la presencia salvífica del Dios vivo en nuestras vivas. Abramos, pues, nuestros oídos y nuestro corazón, para que esa llamada de Dios llegue al centro de nuestro corazón y nos ayude a recorrer el camino que lleva a la Pascua.

El rito de la ceniza deberíamos interpretarlo en clave de vida. Cierto, una de las fórmulas de la imposición repite las palabras que, según el libro del Génesis, Dios dijo al ser humano después de pecar: “recuerda que eres polvo y al polvo volverás”. No hay que olvidar que este polvo se convirtió en ser humano cuando Dios insufló en sus narices (pues aquel polvo tenía una capacidad receptiva) el aliento de la vida y, al hacerlo, convirtió ese polvo en su propia imagen. Por tanto, el ser humano, más que del polvo procede de Dios, para volver a Dios y no al polvo. Es un polvo llamado a la eternidad, polvo lleno de espíritu y amado. Y cuando Dios ama, ama para siempre.

El polvo recuerda la condición frágil del ser humano. Pero esta fragilidad encuentra en Dios su fuerza. La cuaresma nos recuerda donde está nuestra fuerza. Si nos encerramos en nosotros mismos no somos nada. Si nos abrimos al Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos (Rm 8,11), y es capaz de entrar en lo más profundo de nuestra vida, lo somos todo. Y si nos abrimos a ese Espíritu, necesariamente nos abrimos a los hermanos. Ese es el sentido positivo del ayuno cuaresmal: ayuno solidario con aquellos que no tienen para comer. El ayuno que comparte comida con el necesitado es el único agradable a Dios.

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12
Feb
2021
Oración y teología, mutuamente implicadas
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claustrosilos

Según el Concilio Vaticano II, la comprensión de la palabra de Dios crece “cuando los fieles la contemplan y estudian repasándola en su corazón”. Contemplar y estudiar son dos verbos que van unidos, pues se implican mutuamente, remiten el uno al otro. No hace falta forzar el texto para traducir “contemplación y estudio” por “oración y teología”.

Una buena oración se prolonga en el estudio y en la búsqueda teológica, pues el amante (o sea, el orante) desea conocer cada vez mejor al Amado (a Dios). Para conocerle mejor es necesario pensar, reflexionar, buscar, en una palabra, estudiar. El “estudio del Amado” se llama teología. Y la teología, dice Tomás de Aquino, tiene una meta, un objetivo, una finalidad: Dios mismo y todo lo que a él se refiere.

En apoyo de los verbos contemplar y estudiar, el Concilio cita un texto del Evangelio, ese que dice que María, después de maravillarse de lo que escuchaba de su Hijo, “guardaba todas esas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Meditar es reflexionar, pensar, dar vueltas a las cosas. Eso es exactamente la teología: pensar, reflexionar sobre la Palabra de Dios y la incidencia que esa Palabra tiene en la vida.

Quizás sea bueno aclarar que hacer teología no es algo reservado a especialistas. Todo creyente hace teología, aunque la mayoría de forma espontánea, cuando se pregunta qué quiere decir la Palabra de Dios o cuando busca una respuesta a las preguntas que le plantea la fe. Hay dos maneras de hacer teología: una más espontánea y otra más técnica. Muchos creyentes se quedan solo con la espontánea, pero si su reflexión es buena buscarán modos de mejorarla, por medio de lecturas que les ayuden a profundizar en los conocimientos bíblicos y teológicos.

Según Tomás de Aquino el estudio de la teología nos hace amigos de Dios. Porque la teología nos hace conocer mejor a Dios, y al conocerle mejor, le amamos más limpia y más intensamente. Y cuanto más le amamos, mejores amigos suyos somos. Un amigo desea conocer lo más íntimo, los secretos más profundos del amigo. Para eso sirve la teología. En este sentido, la teología es la necesaria prolongación de la oración. Pues si la oración es encuentro, la teología es conocimiento: he aquí las dos dimensiones de la amistad. Oración y teología están estrechamente unidas y compenetradas, manan de la misma fuente, se unen en el mismo caudal, corren hacia el mismo fin.

La teología ayuda a orar mejor, el conocimiento da calidad al encuentro; la oración busca un mejor conocimiento del amado. Una oración sin teología produce visionarios, crédulos y fanáticos; una teología sin oración carece del ambiente necesario para realizar su tarea, y se convierte en ciencia presuntuosa y vacía. Oración y teología se retroalimentan la una a la otra. Separarlas es mutilar a las dos. En realidad, es imposible separarlas. Si alguien lo pretende es porque no comprende lo que son, por tanto, es alguien que no sabe lo que hace.

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