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May2010El Espíritu no espiritualiza, vitaliza
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May
El Nuevo Testamento y los símbolos de la fe se refieren al Espíritu como dador de vida. Por tanto, el Espíritu no puede ser ajeno a los dolores y contradicciones de la vida, no puede encontrarse en un espacio sin movimiento, en la calma y la soledad alejadas de los problemas, angustias, tristezas y alegrías de las personas: “no vengo a la soledad, cuando vengo a la oración, pues sé que estando contigo, con mis hermanos estoy”, dice uno de los himnos del Oficio de la Iglesia.
El Espíritu no puede conducir a una espiritualidad evasiva, que se olvida del mundo, de la materia, del cuerpo. Lo que hace el Espíritu es conferir un nuevo sentido a las realidades mundanas y corporales, abrirlas al futuro de Dios. Lejos de encerrarnos en nosotros mismos, el Espíritu nos abre a los demás, sobre todo al prójimo necesitado de amor. El Espíritu nos abre a la vida, a la que hay en el otro, y a la que nosotros podemos dar al otro. No nos sumerge en nuestras interioridades; más bien purifica nuestro corazón y nuestra mirada para apoyar todo lo bueno que hay en el mundo, y para plantar cara a todo lo malo.
Es comprensible que muchos pensadores cristianos hayan venerado a Platón, pero los cristianos ya no podemos ser platónicos, sobre todo si el platonismo nos lleva a sustituir el Espíritu como fuente de vida por un espíritu que libera al alma del cuerpo; o a confundir la fe en la resurrección de la carne por la creencia en la inmortalidad del alma; o a cambiar el Dios de la promesa y las promesas de Dios, que nos mueven a transformar este mundo, por un Dios inmutable que mora en el cielo y provoca sentimientos de nostalgia por un paraíso perdido que nunca existió. Si el platonismo es signo de filosofía dualista, los cristianos no somos platónicos. Creemos en la unidad indisoluble de toda la persona. Eso sí, una persona con capacidad para ser invadida por el Espíritu de Dios, Espíritu que se une a nuestro espíritu y transforma nuestra vida.