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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

4
Jun
2012
Vacaciones de unos, trabajo de otros
2 comentarios

Es inevitable, de cara al verano, hablar de vacaciones. Muchos las esperan con impaciencia. Y bastantes las necesitan. Necesitan un poco de descanso, ya que han trabajado mucho y bien; necesitan cambiar de ambiente, alejarse de preocupaciones y problemas que, a veces, resultan agobiantes, quitan la paz interior y nos impiden ver la realidad con un poco de objetividad. Pero, claro, con más de cinco millones de parados en este país nuestro, con muchos que tienen problemas hasta para comer, da un poco de vergüenza hablar de vacaciones. Las vacaciones se han convertido en un lujo para aquellos que tienen otro lujo, un trabajo bien remunerado, que puede permitirles disfrutar de vacaciones. Trabajo y vacaciones son dos lujos que van unidos y que, por contraste con la situación de muchas personas, parece que hay que lucir con discreción, prudencia y humildad.

Y, sin embargo, no se trata de descalificar a las personas que pueden tomarse unas merecidas vacaciones. Ni de criticar que durante ese tiempo, esas personas realicen algún viaje o vayan a pasar unos días en un hotel. Porque eso da trabajo. España necesita conservar y aumentar su cuota turística, nacional y extranjera. Muchas personas, al menos durante los meses de verano, encuentran trabajo. El descanso de unos produce trabajo y riqueza para otros. No son criticables las vacaciones de funcionarios y trabajadores, sino la mala administración de tantas empresas públicas, sobre todo, de los bancos; el despilfarro de bienes públicos, la corrupción de algunos políticos y la hipocresía de algún magistrado. Bien venidas sean las vacaciones para aquellos trabajadores que se las han ganado honradamente y para aquellos que tendrán trabajo unos meses gracias a las vacaciones de otros.

Una última reflexión. Hay personas, sobre todo jóvenes, que aprovechan las vacaciones escolares para ayudar a los demás, bien a través de ONGs católicas o no católicas, o bien a través de las ayudas misionales de algunas congregaciones religiosas. Eso está bien. Pero para ayudar a los demás no hace falta irse muy lejos. También en España hay ocasión de aprovechar el tiempo vacacional para colaborar con instituciones de ayuda a enfermos, pobres, parados, inmigrantes, personas con sida, ancianos, que no pueden pagar la ayuda que necesitan y reciben gracias a la solidaridad de otros. Es una buena ocasión para hacer sustituciones y echar una mano, para hacer de las vacaciones un tiempo de descanso, de cambio (y los cambios ayudan a descansar) y de solidaridad.

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31
May
2012
Pero, las monjas, ¿a qué se dedican?
9 comentarios

El próximo domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia nos invita a orar por las y los contemplativos. Monjas y monjes que no hacen ruido, viven sobriamente y se ganan el pan con su trabajo. Mucha gente, incluso entre los católicos, se preguntan: pero, ¿qué hacen, a qué se dedican monjes y monjas? Recuerdo que, hace unos años, predicando unos ejercicios en una comunidad cisterciense, presencié como un joven monje le contaba al Abad su decepción, porque las preguntas que le habían formulado un grupo de adolescentes a los que había acompañado a visitar el monasterio, habían sido sobre aspectos que él consideraba superficiales: ¿a qué hora os levantáis, a qué hora os acostáis, tenéis televisión, en qué trabajáis?

Las monjas y los monjes dedican su vida a algo que también hacen otros (¡no tienen la exclusiva!), que todos estamos invitados a hacer, algo que interesa a todos, aunque no todos sean conscientes de ello. Se dedican a buscar a Dios por medio de la oración contemplativa. ¿La oración no es más bien pedir? Pedir cosas buenas, pero pedir. No, la oración es ante todo cobrar conciencia del amor y la bondad de Dios, así como de las maravillas que obra en mi vida, en la vida de los demás y en el mundo. Y darle gracias por ello. Orar es proclamar la grandeza del Señor y alegrarse de sus beneficios. A eso estamos todos llamados, porque en eso está la vida. Monjas y monjes nos lo recuerdan.

La contemplación requiere un oído atento, para escuchar, meditar y comprender esas Escrituras que transmiten la historia salvífica que Dios ha hecho con el género humano, y que culmina en Jesucristo. Pero requiere también una mirada lúcida para descubrir la presencia de Dios en tantas personas necesitadas, sin trabajo, enfermas, solitarias, a las que les cuesta ver la bondad de Dios. Y en esas otras personas satisfechas, llenas de dinero, prepotentes, pero muy vacías de amor y de Dios.

Contemplar es buscar a un Dios que juega al escondite, porque siempre se nos escapa. La contemplación es una tarea permanente, porque con Dios nunca se acaba. Si por un imposible llegásemos a conocer todos los designios de Dios, Dios quedaría aún todo entero por descubrir. Contemplar es saber que Dios siempre es más grande, pero con una grandeza que le hace muy cercano a todos y cada uno. Contemplar a un Dios Comunión de Amor y de Vida, que quiere para todos y cada uno un presente y un futuro lleno de amor y vida.

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28
May
2012
¡Qué cosas pasan en el Vaticano!
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En su homilía de Pentecostés, Benedicto XVI habló de una nueva “Babel”, en la que imperan “la sospecha” y el “temor recíproco”, “hasta hacernos incluso peligrosos unos para otros”. Tras las sospechas de asesinato de una joven de 15 años desaparecida dentro de los recintos vaticanos, la destitución del presidente de la banca vaticana y la detención del ayudante de cámara de Benedicto XVI, acusado de difundir documentos personales del Papa, tan confidenciales que, algunos no habían llegado aún a la Secretaría de Estado, estas palabras ¿son acaso inocentes, se trata de un mensaje críptico, o quizás de un mensaje directo? Todos los medios se hacen eco de la noticia de los papeles robados supuestamente por el mayordomo del Papa. Casi nadie cree que haya actuado ni sólo ni por dinero. Se especula incluso con que se trata de una víctima expiatoria, una cortina de humo para encubrir a los verdaderos culpables. Es de esperar que, si es así, pronto tengamos noticias sobre esos ambiciosos culpables.

¿Detrás de todo esto hay eclesiásticos con ambición de poder? Si así fuera la credibilidad de la Iglesia quedaría dañada. Una vez subido Jesús al cielo, la Iglesia ha necesitado organizarse. Y en esta organización eclesiástica siempre ha habido personas desleales que, so capa de mucha piedad y devoción, se aprovechan de la misma para su propio beneficio y sus propias ambiciones. El poder siempre es muy delicioso, la mayor de las delicias. Por este motivo, también los eclesiásticos lo ambicionan. El poder amparado bajo el paraguas de lo sagrado y del nombre de Dios, tapa torpezas y pobrezas personales y las convierte en aciertos y grandezas. De ahí que Jesús pone continuamente en guardia contra el poder: “entre vosotros no sea así”.

Cuando ocurren estas cosas, hay que dejar claro algo muy importante: la Iglesia, criatura pecadora, no es ni objeto, ni término, ni razón o motivo de la fe cristiana. El objeto, término, razón y motivo de la fe cristiana es estrictamente teologal, a saber, Dios mismo. Para aquellos a quienes la fe no les importa, apelar a su dimensión teologal no les parece motivo para dejar de criticarla y desprestigiarla en nombre de los pecados de la Iglesia. A otros, que dicen importarles mucho la fe, recordar que la Iglesia es una criatura pecadora, les incomoda. Me pregunto si tales incomodidades no denotan pobreza de fe, una fe mal fundamentada, mal formada, una fe con poco espíritu.

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27
May
2012
El pecado contra el Espíritu Santo
6 comentarios

Me preguntan qué significa pecar contra el Espíritu Santo. Quien me pregunta cita el texto evangélico que dice que las blasfemias contra el Hijo del hombre tienen perdón, pero no así las blasfemias contra el Espíritu Santo (Mt 12,31-32). Mi respuesta: la “blasfemia” no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en no aceptar la salvación que Dios ofrece a cada ser humano por medio del Espíritu Santo. Pecar contra el Espíritu Santo es rechazar voluntariamente la salvación. Con todo, en este pecado, “no se cierra del todo el camino del perdón y la salud a la omnipotencia y misericordia de Dios” (Tomás de Aquino). La acción salvífica del Espíritu siempre permanece abierta y siempre está en acción. Dios nunca adopta una actitud negativa y definitiva con respecto al ser humano, pero la persona sí puede cerrarse a la acción de Dios.

Dios siempre está dispuesto a acoger. El pecado es ruptura, pero la ruptura se produce siempre por parte del ser humano. El pecado contra el Espíritu Santo sería el caso límite en el que la persona se encierra definitivamente en sí misma, como en una especia de autoprisión, prisión que indirectamente manifiesta la eterna libertad del ser humano y el profundo respeto que Dios tiene por esa libertad. Cierto, es difícil imaginar un rechazo explícito de Dios y de su salvación, pues esto supone un conocimiento claro de lo que Dios es y de su obra salvífica. Si alguien rechaza a Dios no sabe lo que está haciendo; rechazar a Dios sólo es posible porque no se le conoce bien, porque se tiene una falsa idea de lo que Dios es. En este sentido no sería posible un pecado contra el Espíritu Santo.

Esto no significa que no sea posible un rechazo de Dios. Este rechazo generalmente toma la forma de rechazo del prójimo: el atentado directo contra uno mismo y contra el prójimo es la cara visible de la culpa contra Dios, aunque no seamos conscientes del alcance divino de tales atentados. El hombre tiene excusa si se equivoca contra la divinidad de Jesús, velada bajo las humildes apariencias humanas, pero no la tiene si cierra sus ojos y su corazón a las admirable acción del Espíritu, que se concreta allí donde hay una obra buena, verdadera y bella. Es imperdonable no reconocer la bondad, la verdad y la belleza. Más imperdonable aún es rechazar lo bueno, lo verdadero y lo bello. Así se comprende que el pecado contra el Espíritu Santo y bueno no tenga perdón.

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23
May
2012
Espíritu de tradición y de traducción
8 comentarios

El Espíritu es el paso del estrecho camino de Jesús y de sus discípulos a la ancha vía de la Iglesia. Con el Espíritu, el Evangelio se abre a lo universal. El Jesús histórico estaba limitado, por sus mismas condiciones, a un tiempo y espacio determinados. El Espíritu hace que Jesús salte las estrecheces del tiempo y del espacio y pueda hacerse presente en todos los tiempos y lugares. Pero el Espíritu a quién hace presente es a Cristo: “recibirá de lo mío y os lo transmitirá a vosotros”. El Espíritu hace que la Iglesia conserve con fidelidad la tradición recibida. Pero abriéndola al futuro, a necesidades nuevas: el Espíritu interpreta lo que va viniendo.

Para que el Evangelio llegue a todos los pueblos, el Espíritu no se queda silencioso, sino que provoca una arenga universal, comprensible para la humanidad entera. Para ello precisa de la palabra, que salta sobre el obstáculo del pasado, con su lengua ya muerta y su mentalidad obsoleta, produciendo el milagro de un lenguaje comprensible para los hombres de hoy. Este es el efecto primero del Espíritu: la traducción, el tender puentes de persona a persona, de lengua a lengua. La Biblia fue el primer libro que se tradujo y que recibió en su traducción la misma consideración que en su texto primitivo. Dios siempre habla con las palabras del hombre, llenando con su mismo Espíritu al primero que dijo la palabra, al traductor, al transmisor y al oyente.

Esta es la historia de Pentecostés: el Señor abandona a los suyos, él marcha al cielo y ellos se quedan en la tierra. Pero les deja el Espíritu. Tienen ahora que aprender a creer sin verlo con los ojos; tienen que aprender a actuar como si no tuvieran al Señor. Pero pueden hacerlo porque tienen el Espíritu. En el milagro de Pentecostés empieza la Iglesia su carrera por el mundo, aprendiendo a dominar todas las lenguas, abriéndose a nuevas experiencias, resolviendo nuevos problemas. Su tradición avanza sin cesar, en sentido temporal, geográfico y cualitativo, porque se adapta y actualiza. Una tradición sin traducción es arqueología.

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20
May
2012
Lo justo es que haya pan para todos
11 comentarios

La justicia brota de la racionalidad de la naturaleza humana, parte del principio de que hay que dar a cada uno “lo suyo”. La caridad confirma esta aspiración a la justicia que hay en todo ser humano. Y amplia el concepto de justicia, pues la caridad tiene un alcance universal. Nadie está excluido del amor cristiano. La fe nos recuerda que Dios ha entregado la tierra y cuanto ella contiene a “todos” los seres humanos; por tanto, allí donde los bienes no son accesibles a todos, no se cumple la voluntad de Dios. Se amplía así el concepto de justicia, que entiende el dar a cada uno lo suyo en clave individualista. Por el contrario, el Evangelio afirma la clave social y universal de lo que corresponde a cada uno. De modo que, la presencia de pobres entre nosotros es la prueba palpable de nuestra injusticia.

Esto tiene una aplicación muy concreta en la actual situación económica que estamos sufriendo. Hay personas que se han quedado sin trabajo, otras han visto reducido su salario. Otras no pueden pagar las deudas contraídas. Un concepto estrecho de justicia diría que hay que pagar las deudas como sea y que cada uno debe vivir con lo que tiene. El amor cristiano amplia este concepto de justicia y proclama que lo “justo” es que “todos” puedan comer y vivir dignamente. Y que por encima del dinero y del pago de las deudas están las personas.

El Evangelio nos invita a buscar soluciones que respeten los derechos de cada uno, pero no opriman a las personas, hasta el punto de dejarlas sin techo, sin atención médica, sin pan: “perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Deudas, sí, mejor que ofensas. Hoy hay mucha gente endeudada, como en tiempos de Jesús. ¿Vamos a aplicar la fría justicia con esta gente o, al menos los cristianos, buscaremos ampliar el concepto de justicia, que dice que “lo justo” es que la persona viva y viva dignamente?

Los que somos acreedores solemos pensar que lo justo es que el otro nos pague lo que nos debe, aunque en muchas ocasiones tenemos más que de sobra para vivir muy bien sin eso que nos deben. Cuando el otro no puede pagar, cuando pagar le supone al otro quedarse sin casa, sin comida, sin vestido, “lo justo” es que, si tengo suficiente, amplíe los plazos del pago; aunque el Evangelio me invita no sólo a no agobiar al otro con plazos que no puede cumplir, sino incluso a perdonar o reducir la deuda que tiene contraída conmigo.

“Ojo por ojo y diente por diente”. Este era el concepto de justicia en tiempos de Jesús y también en nuestro tiempo. Pero esta aplicación fría y rígida de la justicia puede terminar por aniquilar al prójimo. Queda así manifiesto que la justicia sola no es suficiente para el logro de una auténtica humanidad, “si no se le permite a esta forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones” (decía Juan Pablo II). Al abrir la vida humana al amor, el Evangelio eleva toda justicia y nos abre a la gratuidad y a la misericordia como auténtica dimensión de lo humano.

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17
May
2012
Un Dios fiel que se fía del hombre
5 comentarios

Un comentarista de mi anterior post sugería que escribiera sobre “la fe de Dios en el hombre”. Y añadía: “Esta fe de Dios en mí, alimenta mi fe en Él”. No es un mal tema el de la fe de Dios. Con el término fe ha habido un deslizamiento curioso y equívoco. Los fieles no son los cristianos. O, al menos, no en primer lugar. Y si lo son, lo son como partícipes de la fidelidad de Jesús. El verdaderamente fiel, como dice la carta a los Hebreos (y he tenido ocasión de comentar en este mismo blog) es Jesús. Los cristianos, al incorporarnos a Jesús, como cabeza nuestra, participamos de su misma fe, de su confianza incondicional en Dios. Incluso podemos ir más lejos, en línea con lo que indica el comentarista de mi post. Pues el verdaderamente fiel tiene que ser Dios, el Dios que hace promesas y las mantiene a pesar de todo. Jesús, y nosotros, nos fiamos del Dios de la promesa. Pero el fiel, el que mantiene su palabra, es Dios. El cristiano lo que tiene que ser es confiado.

En sentido bíblico, creer significa apoyarse en alguien que merece un crédito absoluto y otorga plena confianza. El ser humano confía o no confía, cree o no cree en la fidelidad de Dios. No se confía en la tabla de multiplicar, sino en las cosas que podrían suceder de otra manera. Hay confianzas estúpidas, por ejemplo, la del que acude al astrólogo. Pero hay confianzas inteligentes (dignas decía en mi anterior post). El Dios que Jesús revela se presenta como digno de fe, porque afirma y reafirma su fidelidad a lo largo de la historia de la salvación. Por eso es calificado de “roca” de Israel (Dt 32,4). Este nombre simboliza su inmutable fidelidad, la verdad de sus palabras, la solidez de sus promesas. Dios no miente ni se retracta (Num 23,19). Por este motivo puede exclamar San Pablo: aunque nosotros seamos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2,13). Si dejara de ser fiel, dejaría de ser Dios. Fiel a su amor.

La fidelidad de Dios le lleva a fiarse del hombre. La creación es un acto de confianza en el ser humano. Y además llevado a cabo sin exigir ninguna garantía, ni imponer ninguna condición. La creación del hombre es un cheque en blanco del que Dios mismo sale fiador. Dios se fía de cada uno de nosotros. Cada vez que nos equivocamos o fallamos, Él sigue confiando en nosotros, en nuestras posibilidades, más de lo que confiamos nosotros. Con Dios siempre es posible volver a empezar, porque es un Dios fiel que se fía del ser humano.

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14
May
2012
La dignidad de creer
5 comentarios

¿El creer es una postura digna, algo que no se puede comprar ni cambiar, que no depende de factores externos, que vale por sí mismo y no por su utilidad? ¿Es una postura valiosa y respetable? No todos lo consideran así. Unos dicen que la referencia a Dios es una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad. Otros sostienen que la fe no puede ser algo serio, ya que se refiere a lo no evidente. Hay quien recuerda los daños causados por las religiones. Cierto, la fe se refiere a lo no evidente, pero lo no evidente no es necesariamente falso; y sobre los supuestos daños causados por las religiones, es bueno matizar que los daños los causan las personas; y que quienes en nombre de la religión producen algún daño, desvirtúan la religión; se convierten en fanáticos que, en nombre de Dios, profanan su santo nombre.

También hay que aclarar, en aras de su dignidad, que la fe es una dimensión antropológica fundamental, que no comienza en al área de lo religioso, y que hace posible la vida, el conocimiento y el encuentro con los otros. Desde que nace, el ser humano vive originariamente de la confianza en sus padres y, por extensión, en otros que va conociendo a lo largo de su vida. En la escuela, los alumnos aprenden y avanzan en el saber porque se fían del maestro. Finalmente, la fe es el camino que hace posible el encuentro con el otro y posibilita la comunicación; sólo desde la confianza y la confidencia es posible el acceso a la intimidad del otro. La única manera de establecer relaciones con alguien, un ser humano o un dios si lo hubiera, es mediante la confianza y la aceptación mutua. Queda así claro que la fe religiosa se ancla en el movimiento más normal y más humano que podamos imaginar.

Por otra parte, una fe digna del ser humano, debe ser crítica. No puede uno fiarse de cualquier persona. Las hay que no son dignas de crédito. Pero eso no quita que otras sí lo sean, y que gracias a esta confianza, sea posible no sólo la amistad, sino cualquier tipo de relación que requiera de unos mínimos de honradez. También la fe cristiana es crítica y no tiene miedo de preguntarse por los motivos por los que nos fiamos de Jesús de Nazaret, por su realidad histórica y por la seriedad de su mensaje. La Iglesia, a través de su magisterio, nos advierte de lo peligroso que es el fideísmo, o sea, una actitud que excluye a la razón de la fe. La fe tiene sus razones.

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12
May
2012
El Señor es para el cuerpo
2 comentarios

En los escritos de San Pablo encontramos comparaciones y afirmaciones sorprendentes: del mismo modo que la comida es para el vientre y el vientre para la comida, “el cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo” (1Co 6,13-14). El motivo último de este ser el cuerpo para el Señor es porque “el cuerpo es santuario del Espíritu Santo” (1Co 6,19). Y por eso, porque el cuerpo es templo del Espíritu, del mismo modo que Dios resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros mediante su poder (1Co 6,14). El poder de resurrección de nuestro cuerpo no le viene del “alma”, sino del Espíritu, verdadero germen de inmortalidad.

Si nuestro cuerpo es morada del Espíritu, se comprende bien que sea “para el Señor”. La recíproca también es verdad: “el Señor es para el cuerpo”. Muchas y muchos dirían espontáneamente: el Señor es para el alma. No es eso lo que dice san Pablo. Dice: para el cuerpo. Este recíproco destino de nuestro cuerpo y del Señor Jesús implica una recíproca pertenencia, que tiene connotaciones esponsales. ¿Quién sino mi marido o mi esposa es para mi cuerpo? Pues bien: en realidad quién de verdad es para el cuerpo es el Señor. El es el verdadero esposo de la Iglesia, el esposo de cada una y de cada uno de los cristianos. Y ama tanto nuestra carne, que desea apropiársela y desea ser apropiado por ella. Decir: “el Señor es para el cuerpo” implica cercanía, donación, contacto, encuentro. Y supone la bondad del cuerpo, todo entero y sexuado, bondad que queda reafirmada y reforzada por el encuentro del cuerpo con el Señor.

El sacramento esponsal, en el que Cristo se une con la Iglesia como el esposo con la esposa es la Eucaristía. En este sacramento encuentran su sentido más realista estas palabras: “el Señor es para el cuerpo”. Recibimos al Señor en nuestro cuerpo. El mismo se une a nuestro cuerpo para ser nuestro alimento, como el esposo une su cuerpo con el de la esposa, y en esta unión le entrega el germen de la vida. Así se comprende también que “quién come mi carne tiene vida eterna” (Jn 6,54).

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8
May
2012
Lo contrario del amor es el egoísmo
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Espontáneamente muchos dirían que lo contrario del amor es el odio. Pero bien pensado el odio es una forma de amor, un amor frustrado, un amor que se siente rechazado. Los odios más fuertes provienen de los más fuertes amores. El odio se parece mucho al amor porque requiere una referencia a “otro”. Para odiar y para amar se necesitan, al menos, dos. Por eso, lo realmente contrario al amor es el egoísmo. Para esto basta uno solo. El egoísmo, al contrario del odio, no requiere de un “otro”, solo piensa en sí mismo, ignora a todos los otros. Para el egoísta no hay otros, solo cuenta el propio yo.

Recordemos la parábola del samaritano misericordioso. Los clérigos que pasan de largo, sin atender al herido, no le odiaban, no tenían motivo para ello, ni siquiera le conocían. Lo que les impidió amarle fue el egoísmo, el pensar en sus cosas, el no tener tiempo para el otro. El samaritano, por el contrario, deja de pensar en sí mismo, en sus planes, su trabajo, sus ocupaciones. De pronto parece que no tiene otra cosa que hacer que atender al herido.

La tentación es muy sutil: más que decirnos lo poco importante que es el otro, nos dice con mucha fuerza lo importantes que somos nosotros. Ese es precisamente el problema del hombre moderno, individualista y solitario: se resiste a que nadie le diga lo que tiene que hacer, sólo quiere escucharse a sí mismo; no mira a los otros, sólo se mira a sí mismo, así descubre lo mucho que vale. Sólo importa él, por encima de todo lo demás y a costa de todo lo demás.

Si la fuerza creadora de Dios es el amor, la fuerza destructora del misterio de la iniquidad es el egoísmo. Cristo desenmascara nuestros egoísmos, pone al descubierto los planes del mal. Cristo siempre, en su palabra y en su actuación, invita a desprenderse de uno mismo, pero no para perderse, sino para encontrarse en el otro. En la acogida del niño, del pobre, del hambriento, en la limpieza de corazón que permite mirar al otro con compasión y reconocimiento, en esas actitudes que nos sacan de nosotros mismos, ahí se ensancha nuestro corazón y encuentra sitio para los demás. Cuando solo nos miramos a nosotros, nuestro corazón se encoge y no tiene sitio para los otros.

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