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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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18
Jun
2019
Una ciudad cuyo arquitecto sea Dios
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ciudad

Una de las obras de San Agustín se titula “La ciudad de Dios”. En ella, el santo contrapone “dos ciudades”, fundamentadas en “dos amores”. Sobre el “amor propio” se edifica la “ciudad terrena”; y sobre “el amor de Dios” se construye la “ciudad celestial”. Dicho de otro modo: el ser se especifica por el amor. Cada uno es lo que ama, dice también san Agustín. Todas las obras históricas son producto del amor, del amor santo, social; o del amor perverso, privado, egoísta. Nuestros amores y nuestra manera de amar nos determinan y nos identifican. Según donde estén puestos nuestros amores, así obramos, así somos. Si el amor de uno es el dinero, no le importa que sufran los pobres. Si el amor de uno son los pobres, todos sus bienes están al servicio de los pobres.

San Agustín hace una contraposición radical entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena. No se trata de dos mundos, el terreno y el celestial. Se trata de dos talantes, dos modos de vivir en este mundo. De modo que la “ciudad de Dios” no es sólo ni principalmente una realidad escatológica, algo que no es de este mundo, sino algo que es posible construir ya en este mundo. Lo malo es que, en este mundo nuestro, a lo sumo, logramos alcanzar aproximaciones a la “ciudad de Dios”. Porque el egoísmo siempre pesa, nunca acabamos de deshacernos de él. En este sentido, la radicalización que hace san Agustín es un recordatorio, una llamada permanente a los cristianos para que despertemos de nuestras inercias egoístas, que nos impiden ver las necesidades ajenas.

Desde otra perspectiva, esta contraposición de dos ciudades que hace san Agustín, se encuentra también en un escrito del Nuevo Testamento, conocido como carta a los hebreos. Haciendo el elogio de las mujeres y los varones de fe, el autor de la carta dice que todos se confesaban “extraños y forasteros sobre la tierra”. O sea, no se sentían del todo a gusto en las ciudades de este mundo. Por eso, añade la carta, iban en busca de otra ciudad, asentada sobre cimientos mejores, cuyo arquitecto y constructor era Dios (Heb 11,10.13-15). Esta búsqueda de una ciudad mejor, en la que lo determinante fuera la concordia y el entendimiento entre sus habitantes, les hacía ser críticos con las ciudades terrenas, marcadas por la competencia y la lucha por el poder. Pero esta búsqueda de una ciudad mejor no les hacía desentenderse de las necesidades de las ciudades de este mundo; por el contrario, era una razón más, un acicate para trabajar y conseguir que en ellas hubiera cada vez mayores cotas de justicia y de amor, en definitiva, mayores niveles de humanidad (continuará).

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15
Jun
2019
La Habana, sorpresas en el cementerio
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cementeriohabana

Cada vez que he tenido ocasión de estar en la hermosa ciudad de La Habana (siempre para impartir cursos de teología para laicos), he pasado por delante de dos de sus cementerios, en el centro de la ciudad, pero nunca había entrado en ellos. Uno es el cementerio chino, adosado al cementerio general. Fue construido a finales del siglo XIX para la colonia china en Cuba. En realidad, parece un cementerio cristiano, puesto que prácticamente hay una cruz en todas las tumbas, lo que posiblemente indica que muchos de los descendientes de los primeros chinos y asiáticos que vinieron a Cuba se convirtieron al catolicismo.

El cementerio general resulta espectacular. Es el mayor de América. Será todo lo municipal que se quiera, pero parece cristiano. En la parte de arriba de la puerta de entrada hay un mosaico con la pasión de Cristo, y encima una escultura representando a las virtudes teologales. La fe tiene la eucaristía en una de sus manos, y la cruz en la otra. La esperanza sostiene un ancla; según la carta a los hebreos (6,19), la esperanza es el ancla firme y segura de nuestra vida. En el centro, la caridad, representada por una mujer que abraza a unos niños desamparados.

En la calle principal de la necrópolis encontramos monumentos (adornados con esculturas de la Virgen, San José, o los ángeles) que perpetúan la memoria de las grandes familias y personalidades habaneras. Alguno con leyenda, como el de “La Milagrosa”: allí está enterrada una mujer que falleció al dar a luz a su primer y único hijo. La leyenda cuenta que cuando exhumaron el cadáver encontraron al niño, que había sido enterrado a sus pies, en brazos de la madre. La calle lleva directamente a una capilla, de forma redondeada. En el tablón de anuncios se encuentra un cártel que pone: “arzobispado de La Habana”, y debajo el horario de Misas diarias. Diarias, sí. Sentado en una silla de la entrada hay un sacerdote, con alba y estola, supongo que para atender a las personas que lo deseen.

Detrás de la capilla, siguiendo por la calle principal me encontré con dos sorpresas: un panteón en el que reposan los restos de algunos arzobispos y obispos de La Habana. Y justo al lado, otro dedicado a las fuerzas armadas revolucionarias. Es uno de los pocos panteones en el que no hay simbología religiosa, aunque (imagino que sin intención alguna) las tumbas están unidas por un arco abierto, y detrás (no formando parte del monumento), hay una cruz que parece estar en el centro mismo del arco. Si uno no se fija bien parece que forma parte del panteón de las fuerzas armadas.

Al salir de la necrópolis llegaban dos coches fúnebres. Se dirigían a la capilla. Unas personas depositaron en ella los dos féretros. Por cierto, detrás de los coches fúnebres había dos taxis y un autobús público que, ante mi sorpresa, conservaba dos escritos que ponían: “Transports municipals de Barcelona”; y “Cuidem el medi ambient”. Imagino que el bus sería un obsequio del ayuntamiento de Barcelona.

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11
Jun
2019
Cuando la oración se convierte en amuleto
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O cuando la fe se convierte en superstición. Un poco de formación evita convertir la oración en lo que no es. Eso viene a propósito de un comentario al artículo más visitado de este blog. Se trata de “la oración del estudiante según Tomás de Aquino”. Pues bien, hace un tiempo alguien dejo este comentario que no dejé pasar: “Me funcionó (esa oración), en serio, no fake. Fui sin estudiar al examen de mates y me salió de puta madre, me las puso un amigo antes del examen, los 5 minutos de antes y me salió todo, de verdad, ya no vuelvo a estudiar en la vida, al fin algo bueno por parte de la religión”.

Un consejo: si quieres aprobar el próximo examen estudia, porque recitar esta oración no te servirá de nada. Otro consejo: lo mejor que puedes hacer es hablar con alguien que te ayude a purificar tu fe. La verdad es que en el mundo religioso hay de todo. Lo triste es que se considere religioso lo que en realidad es superstición. La oración no es magia. A veces se reciben, por internet, mensajes en los que se invita a recitar una fórmula a algún santo o advocación más o menos estrambótica, con la estúpida promesa de que, si se reenvía el mensaje a un número de contactos, se conseguirá lo pedido. He visto cosas parecidas en los bancos de las Iglesias. Incluso en los anuncios por palabras de los periódicos se han puesto este tipo de mensajes: rece diez padrenuestros a san Judas Tadeo y conseguirá dinero. Dejemos de lado que los padrenuestros no van dirigidos a ningún santo.

Todos necesitamos seguridades. Así se comprenden muchas manifestaciones de la religiosidad popular, que merecen respeto. Pero estas cosas a las que acabo de referirme no son religiosidad popular, son una estafa o producto de la ignorancia. De ahí que para vivir mejor la fe es importante la formación religiosa. Cierto, el saber no salva. Pero puede ayudar a vivir con un poco de dignidad, a no hacer el ridículo y a no estar engañado. Un poco de espíritu crítico en cuestiones de religión es más necesario que en otras cuestiones, pues se supone que el tema religioso es decisivo para la vida. Además, estas supersticiones sólo logran que los no creyentes se burlen de los creyentes, confundiendo ellos también (los no creyentes) fe y superstición. No hay nada más contrario a la fe que la credulidad.

Ya el autor del Eclesiástico adver­tía: “el que es fácil en creer de ligero, y en esto peca, a sí mismo se perjudica” (19,4). Crédulo es quien elimina el pensamiento de la fe y acepta lo que se le dice sin juicio crítico. El crédulo confunde deseos y sentimientos con realidad, se muestra incapaz de examinar y así corre el riesgo permanente de vivir en la ilusión y la mentira. La credulidad está muy emparentada con el gusto por los horóscopos, sueños y visiones. Precisamente porque la fe tiene una pretensión realista y busca alcanzar la ver­dad, se muestra crítica consigo misma y acepta el control de la razón. Esto es lo que hace digna a la fe e indigna a la credulidad.

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8
Jun
2019
La mesa, pálido reflejo del Reino de Dios
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Para hacer entender a sus oyentes lo que era el Reino de Dios, Jesús de Nazaret utilizaba comparaciones con realidades cotidianas accesibles a todos. Una de las comparaciones más frecuentes es la del banquete. El reino de Dios se parece a un banquete, a una mesa compartida. Pero, y ahí está lo fundamental, un banquete el que caben todos, sobre todo caben los más necesitados. Por eso Jesús invitaba a uno de sus anfitriones a que cuando diera un banquete no invitase a sus amigos ricos, sino “a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos”, o sea, que su invitación fuera desinteresada y gratuita, ya que ellos no pueden corresponder. Y Jesús añadía: la recompensa te llegará “en la resurrección de los justos” (Lc 14,12-15).

Sucedió entonces algo sorprendente e inesperado. Uno de los comensales, “habiendo oído esto” (o sea, la recomendación de Jesús a su anfitrión), le dijo: “¡Dichoso el que pueda comer en el reino de Dios!”. Este comensal acertó plenamente: si ya en este mundo es posible que haya banquetes así, mesas en las que quepan todos, lugares en los que nadie pase hambre, espacios en donde se haga verdad eso de que el pan es nuestro, o sea, de todos y, por eso, hay pan para todos, si eso puede ser verdad ya ahora, estamos ante un anticipo de la maravilla que será el reino de Dios.

Un banquete como el que Jesús propone, espontáneamente nos orienta hacia otro banquete, el del reino de Dios. Si en este mundo es posible un banquete de “puertas abiertas”, sin exclusiones, entonces es claro que en esa comida habrá un desbordamiento de alegría. Esta alegría es un pálido reflejo de la alegría que nos espera en el reino de Dios. Por eso, sí, “dichoso el que pueda comer en el reino de Dios”. Por cierto, este banquete del reino se anticipa en la Eucaristía.

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4
Jun
2019
Ascensos en el mundo y descensos de Dios
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Hemos celebrado la fiesta de la Ascensión y nos aprestamos a celebrar Pentecostés. Con estas dos fiestas, íntimamente relacionadas, termina el tiempo pascual.

En el terreno laboral, económico, político, ascender es la aspiración de todo ser humano, subir, ir más arriba, llegar más lejos, tener un cargo más importante, ganar más, mandar más, tener más prestigio. Así funciona el mundo. Y así muchas veces educamos a nuestros hijos: para triunfar, para conseguir el primer puesto.

Hay otro modo de ascender propio de la vida según el Espíritu de Dios. De entrada, Jesús no es el que asciende, sino el que desciende, el que no retiene su categoría de Dios, el que se pone al nivel de los más pequeños, el que se abaja para servir mejor a todos. Jesús no ha venido para ser servido, sino para servir. Sólo desde esta actitud resulta creíble la recomendación que hace a sus seguidores: el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos. En el mundo se actúa de otra manera, pues el primero exige que los demás se pongan a su servicio. Pero “entre vosotros no sea así”, dice Jesús a los suyos.

Mateo termina su evangelio (28,16-20) contando la despedida de Jesús. En este relato no hay ningún ascenso. Lo que hay es la promesa de una permanente presencia. Más que un ascenso hay un permanecer, un estar todos los días, una continua solidaridad. No hay ausencia de Jesús. Hay un nuevo modo de presencia, la de “aquél que no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo” (san León Magno). Por medio del Espíritu Santo se realiza este nuevo modo de presencia. El Espíritu hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. El Espíritu no es una compensación por la ausencia de Cristo, sino el modo como Cristo se hace presente. Gracias al Espíritu continúa la actividad salvífica de Cristo. Gracias al Espíritu, las palabras de Cristo se hacen nuevas, actuales, presentes. Gracias al Espíritu, Cristo no es un dato del pasado, no es arqueología.

Puesto que el Espíritu hace presente a Cristo, su misión es inseparable de la de Cristo: “recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros” (Jn 16,14). La obra más importante de Cristo y del Espíritu, la obra que revela a Dios, es la vida. El Espíritu da vida (Jn 6,63; 2 Co 3,6). Por tanto, los que son movidos por el Espíritu realizan obras de vida. ¿Acoger el extranjero, atender al enfermo, defender al maltratado, perdonar al que me ofende, son obras que dan vida? Si lo que buscamos son los ascensos, esas obras no son las adecuadas. Pero si nos dejamos guiar por el Espíritu, esas u otras parecidas serán nuestras obras.

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1
Jun
2019
Para que estéis donde yo estoy
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Jesús, una vez resucitado, preguntó a Pedro y nos sigue preguntando a cada uno de nosotros: ¿me amas?, ¿me amas más que a todo lo demás?, ¿estás dispuesto a dejarlo todo por mi amor?

El que ante una pregunta así responde: ¿y qué me vas a dar si te amo?, no entiende nada de amores. El amor no se sitúa en el terreno del interés, sino en el de la gratuidad. Te amo porque sí, porque no entiendo cómo mi vida tendría sentido sin ti. Cierto, uno intuye que la gratuidad del amor esconde una sorpresa: el ciento por uno en esta vida y la vida eterna. Pero esta sorpresa viene por añadidura. Porque el amor vale por sí mismo. No es un asunto de interés. Es un asunto de calidad de vida.

Si tú, como Pedro, eres capaz de decir: “Señor, tú sabes que te amo”, entonces escucharás su voz potente y seductora que te dice: “Sígueme” (Jn 21,29). El seguimiento tiene una meta: “Me voy al Padre” (Jn 14,28), “para que donde esté yo, estéis también vosotros” (Jn 14,3). Todos juntos viviendo en el amor: “Yo estoy en mi Padre, vosotros en mi y yo en vosotros” (Jn 14,20).

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29
May
2019
La mesa, llamada a la justicia social
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A la luz de lo dicho en el post anterior, se explica que la comida cristiana, aunque sea en una mesa reducida a unos pocos, es una exigencia de fraternidad. Muchas de las oraciones con las que se bendice la mesa en las familias cristianas lo recuerdan: “bendice, Señor, estos alimentos que, en tu nombre, vamos a compartir, bendice a quienes los han preparado, y da el alimento diario a quienes lo necesitan”. Reunirse a comer en nombre del Señor supone bendecir los alimentos, o sea, hablar bien de esos alimentos, ser consciente de que el alimento viene de Dios; es Dios el que nos lo regala. Pero es también ser consciente de que debe haber pan para todos. Por eso el cristiano pide a Dios que quienes lo necesitan encuentren manos amigas, manos divinas, que les repartan el pan. Dios da el alimento a quienes lo necesitan por medio de los creyentes. Cada cristiano es la mano de Dios allí donde hay una necesidad, allí donde alguien no tiene pan.

La comida cristiana es una fiesta, porque el creyente confiesa que es Dios quien parte y reparte el pan. Vivir no es solamente trabajar y sufrir, es también alegrarse con las bondades de Dios: “ve, come alegremente tu pan y bebe tu vino con corazón contento” (Ecl 9,7). Pero también el creyente recuerda que “quien come y bebe, lo tiene de Dios” (Ecl 2,25), “porque todo viene de ti” (1Crón 29,14). Además de una fiesta, la comida cristiana es un recordatorio de justicia social. Por eso, el creyente le pide al buen Padre del cielo no “mi pan”, sino “nuestro pan”. El pan no es mío, no puedo quedármelo todo para mi. Si hay mucho pan, pero éste es mío, entonces como yo sólo. Pero si hay poco pan, pero es nuestro, entonces pueden comer todos. El pan está para repartirlo. El hambre empieza cuando alguien pretende tener comida para él sólo (continuará).

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26
May
2019
La mesa, lugar de fraternidad
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Jesús nos dejó una oración, que podemos considerar identitaria de nuestro ser cristiano. Es la oración del Padrenuestro. En esta oración, entre otras cosas, pedimos al Padre que nos dé hoy el pan de cada día. Una posible interpretación o, al menos, una consecuencia de esta petición podría formularse así: reúnenos hoy, y cada día, en torno a tu mesa. La mesa compartida se convertiría así en signo del banquete del reino de los cielos. En efecto, cualquier petición hecha sinceramente a Dios, es antes una toma de conciencia de lo mucho que necesitamos de Dios y de su acción en nosotros. Pedir, por tanto, que Dios nos reúna en torno a la mesa para compartir el pan, el alimento diario, es tener conciencia de que es Dios quién nos convoca y nos regala el pan necesario para nuestro cuerpo.

Si pedimos que Dios nos reúna en torno a la mesa es porque la comida es fundamentalmente un acto comunitario. Desde siempre, en todas las culturas y civilizaciones, las familias se han reunido para compartir el alimento. Esta realidad tan humana y tan natural, el cristiano la interpreta como venida de Dios: Dios quiere que nos reunamos para comer juntos y, por eso, nos impulsa a ello. Lo más necesario para la vida humana (como es el comer) no es un acto solitario, porque los seres humanos estamos hechos para convivir, y encontramos nuestra identidad en la relación con el otro. El otro nos identifica. Reunirse en torno a la mesa, además o quizás por ser un acto natural, es también un acto divino.

Como es un acto divino se vive en la fraternidad. En torno a la mesa se reúnen los hermanos. No nos sentamos a la mesa con cualquiera. Compartir mesa es compartir fraternidad. Por eso, invitar a alguien a la mesa de uno es un signo de cercanía, confianza, solidaridad y amistad. En mi mesa no se sienta cualquiera. Ahora bien, este acto tan normal y tan humano de comer con los amigos encuentra, desde el punto de vista de la fe cristiana, una prolongación decisiva. Porque el cristiano sabe que la fraternidad tiene un alcance universal. Todos somos hijos del mismo Padre y, por eso, formamos una sola familia humana. De ahí que, en la mesa a la que el Padre nos convoca cabemos todos. Si alguno se queda sin comer, si alguno no puede sentarse a la mesa, algo falla, no se cumple la voluntad del Padre (continuará).

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23
May
2019
¿Voto católico? ¿Y eso qué es?
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votocatolico

En algunos países, cuando se aproximan elecciones, suele aparecer la pregunta de si hay un voto católico, y de cuál será la influencia de ese voto en el resultado electoral. Tengo la impresión de que estamos ante una expresión que quiere decir mucho, pero bien analizada no dice nada. Veamos: ¿voto católico significa el voto de los ciudadanos católicos? Dejemos aparte que hay distintos grados de adhesión a la fe católica. Pero según cuál sea el fragmento de “población católica” que analicemos, enseguida quedará patente que este grupo de personas votan (votamos) a distintos partidos. Más aún, que este voto no depende sólo de nuestra mayor o menor religiosidad, sino de muchos otros factores. El voto de los ciudadanos que asisten regularmente a las Eucaristías dominicales, es muy disperso. A lo más que puede llegar la convicción religiosa es a delimitar a quién no conviene votar, pero, en positivo, no está claro a quién conviene votar.

Y no está claro porque no hay ningún programa político que, confrontado con el evangelio, no necesite purificarse, rectificarse y mejorarse. Dado que no hay programa político que pueda identificarse o, al menos, aproximarse al evangelio, lo lógico sería no votar. Pero no votar, en la mayoría de los casos, es la peor de las opciones. En este terreno hay que guiarse o bien por el principio del mal menor o por el del bien posible. El mal menor es un mal, pero evita males peores y, en la medida en que evita lo peor, es un bien. El bien posible no es el bien ideal, es el bien que en una circunstancia concreta es posible alcanzar. Por tanto, es un bien parcial, en el que no se excluye que haya algún aspecto menos bueno. La política es el arte de lo posible, porque al moverse en el terreno de lo concreto, las divergencias son grandes. De ahí que, en política, lo ideal es la repetición periódica de elecciones y la división de poderes. La conciencia de que la política es un arte parcial y limitado, hace que ella misma adopte medidas para que lo parcial y limitado no empeore.

Cada ciudadano debe votar de acuerdo con su conciencia. En la conciencia juegan un papel determinante las convicciones religiosas. Pero suele darse el caso de que, desde distintas convicciones, se puedan lograr acuerdos en el terreno de lo concreto. La inversa también es verdad: desde la misma convicción pueden seguirse aplicaciones concretas divergentes. El Vaticano II, en un texto que sigue conservando su validez, se expresaba así: “la propia concepción cristiana de la vida inclinará a algunos cristianos, en ciertos casos, a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que, en tales casos, a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común”.

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19
May
2019
Se piensa poco. ¡Y la fe requiere pensar!
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candil

En la fe intervienen todas las dimensiones de la persona: se cree (y se ama) con toda nuestra personalidad. Pero fundamentalmente hay dos dimensiones que entran en juego cuando se trata de la fe divina: la voluntad y la inteligencia. Tomás de Aquino, hablando de la fe en Dios, dice que la fe es un hábito del entendimiento; hábito significa una actitud permanente. O sea, el que cree en Dios tiene la mente permanentemente ocupada, está siempre pensando, siempre buscando, siempre inquieto. O también: la fe es un acto de la inteligencia movido por la voluntad. La voluntad mueve, empuja a la inteligencia a adherirse a lo que se le propone.

¿Por qué la fe necesita este empuje de la voluntad? Para darme cuenta de que dos y dos son cuatro no se necesita ninguna voluntad, es algo evidente que la inteligencia capta inmediatamente. Pero en la fe, la inteligencia no ve las cosas claras, porque lo que se le propone para creer es un Misterio, el misterio por excelencia, el misterio de Dios. Y cuanto más se acerca uno al Misterio, cuando más “sabe” del misterio, más claro tiene que es un misterio, o sea, que no está claro y, por tanto, se diría que, en vez de avanzar en claridad, aumenta la oscuridad, porque acercarse al misterio es ser cada vez más consciente de lo poco claro que es.

La inteligencia busca claridad y, al acercarse al misterio, cada luz que encuentra va acompañada de un montón de oscuridades. Por eso, la inteligencia está continuamente haciendo preguntas. Continuamente, sin cansarse de buscar, porque lo que busca la interesa enormemente. La voluntad, que se mueve por la búsqueda del bien, seducida por la promesa de la vida eterna, de la felicidad plena (que es Dios mismo), empuja a la inteligencia a seguir buscando, precisamente porque está sumamente interesada en el objeto de la fe, en aquel en el que cree, en el Dios inefable, soberanamente amable y sumamente amado.

Si la fe es un acto de la inteligencia, uno se sorprende de ver en algunos círculos creyentes tanto desprecio a la inteligencia, tanto miedo a las preguntas, tantas apelaciones a la aceptación ciega, tantas llamadas a lo siempre dicho, tanto conformismo con fórmulas cerradas, por no decir muertas. El buen creyente nunca está conforme con lo que tiene, busca más, quiere más. Y cuanto más encuentra, más desea. Un creyente que se hace preguntas no es alguien que tiene dudas de fe, sino alguien que progresa en su fe.

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