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Traducir en nuestra vida el hambre y sed de justicia
2 comentariosEn la cuarta bienaventuranza (bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia), los que a imitación de Jesús desean realizar la voluntad del Padre (cf. Mt 6,10), con tanta intensidad como saciar sus necesidades, son declarados poseedores de una felicidad única, y se asegura que ellos serán saciados. Cumpliendo la voluntad de Dios uno es plenamente saciado, porque su recompensa es Dios mismo, el único que “sacia de bienes tus anhelos” (Sal 103,5). Todo el que anhela cumplir la voluntad de Dios, verá colmados sus deseos y vivirá como hijo de Dios al imitar su justicia, su perfección (Mt 5,45.48).
El cristiano está siempre dispuesto a cumplir la voluntad de Dios “así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10), porque sabe que su voluntad es la salvación del ser humano. Dios solo puede desear lo bueno, todo lo ordena y dirige al bien de los que le aman. Jesús nos enseñó a pedir cada día que esta voluntad se realice. Esta petición no es una fórmula de servilismo o de resignación, sino la expresión del convencimiento de que en la voluntad de Dios está la felicidad del ser humano, pues la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,3-4). Que se haga la voluntad de Dios es lo mejor que le puede ocurrir a nuestra vida.
Traducir en lo concreto el hambre y la sed de justicia, el deseo de vivir según lo que se ajusta a la voluntad de Dios, equivale a preguntarnos cuál es la voluntad de Dios, su mandamiento. Pues bien, su mandamiento, el que resume todos los demás mandamientos y nos dice toda su voluntad, es que “nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado” (Jn 13,34; cf. 1 Jn 3,22-24; 4,21; Lc 10,25-37). Por la oración, podemos "discernir cuál es la voluntad de Dios" (Rm 12,2; Ef 5,17) y obtener "constancia para cumplirla" (Hb 10,36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los cielos, no mediante palabras sino "haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mt 7,21; Lc 6,46).
En esta línea san Pablo podía decir que la justicia de Dios es la justificación del hombre (Rm 3,21-24). Aquí queda muy claro que la justicia de Dios no condena, no excluye, no rechaza. Lo que hace es “justificar” al ser humano, hacerle justo, grato a sus ojos. El justo por antonomasia quiere que los seres humanos, creados a su imagen, sean justos y felices. Y eso se consigue cuando uno sigue los caminos de Dios, cuando cumple su voluntad, cuando vive de verdad el Evangelio, esta noticia buena que llena de alegría y de paz el corazón humano.
El Papa Francisco (en su catequesis del 3 de febrero de 2016) afirmó que la justicia de Dios es su perdón, porque es la justicia de un Padre misericordioso que “ama y quiere que sus hijos vivan en el bien y la justicia, y por ello vivan en plenitud y sean felices”.