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María al pie de la cruz gloriosa
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El 8 de septiembre se celebra la fiesta de la Natividad de María. El 12 de septiembre se celebra la fiesta del dulce nombre de María. El 14 de septiembre se celebra la fiesta de la exaltación de la santa cruz, fiesta relacionada con la tradición que atribuye a Santa Elena, la madre del emperador Constantino, el haber encontrado en Jerusalén las primeras reliquias de la cruz en la que fue crucificado nuestro Señor Jesucristo. Me gustaría, en esta reflexión, relacionar estas tres fiestas, recordando que María estuvo presente en la pasión de su Hijo. Presente hasta el final, junto con algunas otras mujeres y el discípulo “al que Jesús amaba”, en contraste con los otros discípulos que huyeron, se escondieron o, a lo sumo, miraban agazapados desde lejos. María, las amigas de Jesús y el discípulo amado estaban allí, quizás con miedo, pero estaban. Porque la valentía no es incompatible con el miedo, sino con la cobardía.
Hablando de la madre del emperador Constantino no está de más recordar, en este año en el que celebramos el 1400 aniversario de la celebración de Concilio de Nicea, que fue convocado por el emperador. Cuando lo convocó no era cristiano, ya que fue bautizado en su lecho de muerte por un Obispo arriano, Eusebio de Nicomedia. Si convocó el Concilio no fue por intereses religiosos, sino políticos, para conseguir la paz social en su imperio. Para realizar sus designios, Dios, a veces, se sirve de lo más inesperado. Precisamente, en estos pasados días, se han celebrado en Santiago de Compostela unas Jornadas sobre el Concilio de Nicea, en las que he tenido el honor de participar, junto a buenos especialistas en historia y en teología. Tuve ocasión de visitar la tumba del apóstol Santiago y de confesar allí, en voz alta, el Credo. Pero dejo eso de lado y vuelvo a la relación entre las tres fiestas mencionadas.
En los últimos momentos de su vida en esta tierra, Jesús crucificado, mirando al discípulo amado, dice a su madre: “mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dirigiéndose al discípulo, le dice mirando a María: “ahí tienes a tu madre”. No se trata, en esta escena, de un hijo que encomienda a un amigo el cuidado de su madre. Porque ahí, María, que no es nombrada por su nombre, sino con el apelativo de “mujer”, es un símbolo de la Iglesia. Y el discípulo amado representa a todos los discípulos de Jesús, a cada uno de nosotros. Jesús encomienda al discípulo a la Iglesia. La última palabra de la cruz no es la soledad o el vacío, sino una palabra de mutua acogida, de amor y fraternidad. La Iglesia es ese lugar en el que todas y todos somos acogidos, porque nos acogemos mutuamente.
Recordar conjuntamente a María y la cruz es recordar que la fraternidad brota de la cruz. O sea, el amor no nace del egoísmo solitario, sino del encuentro mutuo, aunque, en ocasiones, este mutuo encuentro supone cargar con la cruz, o sea, cargar con las debilidades del prójimo. La cruz se convierte entonces en una cruz gloriosa. No en una cruz que hunde o mortifica, sino una cruz que eleva y santifica.