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La muerte, amor a Dios y al prójimo
3 comentariosSi no hay vida sin muerte, ¿cómo puede el hombre comprenderse si no acepta la muerte? Todos, de una u otra forma, nos preguntamos por la muerte. Quién dice que esta pregunta es propia de personas egoístas, está ya dando una respuesta y reconociendo que la pregunta se plantea, puesto que no es posible creer que este “egoísmo” desaparecerá un día hasta el punto de que nadie se plantee la pregunta por la muerte. ¿Cómo hacer desaparecer una cuestión así, sin suprimir sencillamente la dignidad humana y su defensa?
La muerte está en todas partes. Dios no debe considerarla un escándalo, incluso en sus formas más brutales (niños que mueren de hambre, por ejemplo), puesto que si así fuera no la habría consentido. Hoy parece que somos muy sensibles ante la muerte. Y sin embargo, hoy como ayer, provocamos muertes por doquier, con la política, la guerra, la explotación del débil y desamparado. Casi estoy tentado de decir que todos somos muy comprensivos ante la muerte, cuando el que muere es el adversario o el que nos cae mal.
Si la consideramos fríamente, la muerte es la condición biológica para dejar sitio a otros. No hay espacio para todos y para que unos sean y tenga sitio, otros deben desaparecer. En este sentido la muerte tiene un carácter inter-comunicativo. Ella puede convertirse así en un acto radical de amor para el prójimo más lejano, puesto que al morir no dejamos espacio para una persona concreta, sino para todos en general. Si uno vive abierto al porvenir de los demás, entonces la disposición a morir forma parte de esta apertura.
Ahora bien, si el porvenir del hombre se encuentra en el futuro absoluto que llamamos Dios, entonces la muerte y la apertura a este futuro absoluto están íntimamente ligados. El que muere libremente, o sea, se desprende libremente de esa humanidad que considera su propiedad total, sin buscar conciliar el hecho de la muerte con la importancia absoluta de su persona, éste afirma, aunque sea implícitamente, a Dios como porvenir absoluto del hombre, un porvenir del que el hombre no dispone, pero al que está abierto.
Reconocer el derecho de los otros a su propio porvenir y abrirse al porvenir de Dios, es amar a Dios y a los hombres en el acto radical de aceptación de la muerte.