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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

27
Feb
2011

La muerte, amor a Dios y al prójimo

3 comentarios

Si no hay vida sin muerte, ¿cómo puede el hombre comprenderse si no acepta la muerte? Todos, de una u otra forma, nos preguntamos por la muerte. Quién dice que esta pregunta es propia de personas egoístas, está ya dando una respuesta y reconociendo que la pregunta se plantea, puesto que no es posible creer que este “egoísmo” desaparecerá un día hasta el punto de que nadie se plantee la pregunta por la muerte. ¿Cómo hacer desaparecer una cuestión así, sin suprimir sencillamente la dignidad humana y su defensa?

La muerte está en todas partes. Dios no debe considerarla un escándalo, incluso en sus formas más brutales (niños que mueren de hambre, por ejemplo), puesto que si así fuera no la habría consentido. Hoy parece que somos muy sensibles ante la muerte. Y sin embargo, hoy como ayer, provocamos muertes por doquier, con la política, la guerra, la explotación del débil y desamparado. Casi estoy tentado de decir que todos somos muy comprensivos ante la muerte, cuando el que muere es el adversario o el que nos cae mal.

Si la consideramos fríamente, la muerte es la condición biológica para dejar sitio a otros. No hay espacio para todos y para que unos sean y tenga sitio, otros deben desaparecer. En este sentido la muerte tiene un carácter inter-comunicativo. Ella puede convertirse así en un acto radical de amor para el prójimo más lejano, puesto que al morir no dejamos espacio para una persona concreta, sino para todos en general. Si uno vive abierto al porvenir de los demás, entonces la disposición a morir forma parte de esta apertura.

Ahora bien, si el porvenir del hombre se encuentra en el futuro absoluto que llamamos Dios, entonces la muerte y la apertura a este futuro absoluto están íntimamente ligados. El que muere libremente, o sea, se desprende libremente de esa humanidad que considera su propiedad total, sin buscar conciliar el hecho de la muerte con la importancia absoluta de su persona, éste afirma, aunque sea implícitamente, a Dios como porvenir absoluto del hombre, un porvenir del que el hombre no dispone, pero al que está abierto.

Reconocer el derecho de los otros a su propio porvenir y abrirse al porvenir de Dios, es amar a Dios y a los hombres en el acto radical de aceptación de la muerte.

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Juanjo
28 de febrero de 2011 a las 09:57

Lo que está claro es que la muerte siempre interpela, nadie se escapa. Ignorarla o no querer hablar de ella al final no ayuda gran cosa. No deja de ser el Gran Misterio.
Creo que en este asunto, tan serio, lo mejor es toma el toro por los cuernos, porque en función de lo que se crea y se espere después, ¡si es que se espera algo!, seguiremos viviendo, sí, pero de una manera ¡o de otra muy distinta!
El sentido de la vida depende del sentido que le demos a la muerte.
Lo peor es vivir y morir sin ningún sentido.
El cristiano y (todo hombre) tiene ¡buenas razones! Para descubrir su sentido y vivir en esperanza.
Y es que en cada hombre hay un ardiente deseo de vivir, y de vivir siempre.
¡Qué gozo los que han descubierto ese sentido y viven y mueren en esperanza!

Bernardo
28 de febrero de 2011 a las 10:12

Como bien dices, nos diferencia la aceptación de la muerte como un paso más en el proceso de acceso-ascenso a Dios. Asumir la propia muerte es también asimilarse a Dios mismo que en la Encarnación pasa a asumir todo lo humano. Ser conscientes de nuestro límite es el modo humano de ser Dios. Cuando nos extralimitamos, cuando superamos los límites que nos impone la naturaleza, la relación social y la estructura moral humana, entonces viene el pecado. El pecado contra la naturaleza en forma de destrucción masiva de lo natural; el pecado contra el hombre, como apropiación privada de lo que es común a todos; pecado contra el hombre mismo, como superación de las estructuras que nos hacen humanos.
Morir es la última aceptación del límite y en el límite, en lo finito, está la esencia de lo humano. Pero, precisamente en esa aceptación del límite, surge lo infinito, lo ilimitado real, la trascendencia.
Preciosa reflexión, Martín.

Desiderio
28 de febrero de 2011 a las 23:57

En la línea de lo que dice Juanjo, no sé si fue Julián Marías quien dijo que todo hombre debe dar respuesta, para su realización personal, a dos preguntas: ¿quién soy yo?, y ¿qué va a ser de mí? Y comentaba que casi era más importante la segunda que la primera, pues de alguna manera la segunda nos configura ya hoy mismo lo que somos y lo que queremos ser en esta vida. De ahí la gran diferencia entre quien ha descubierto su vocación como hombre y quien no. Independientemente del vértigo que nos puede suponer ese salto a lo desconocido, la muerte es tan nuestra como la vida. No podemos no morir, somos así, es nuestra naturaleza. Podemos vivir de espaldas a esa realidad, huyendo con escapismos, alienaciones, etc., o afrontarla para darle una determinada respuesta. Quizá sea una lectura adecuada no temerla tanto como para aferrarnos desmesuradamente a la vida. Yo me planteo si el mayor valor que tenemos los seres humanos es el de vivir. ¿Lo es? Quizá tenga más sentido dar mayor importancia —colocando así a la muerte en su sitio— a otras cosas. Al amor por ejemplo. Otra cosa es cómo somos capaces de vivirlo cada uno en nuestras vidas.

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