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La gran pregunta de Jesús: ¿me amas?
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En la segunda parte del evangelio del ciclo C del tercer domingo de Pascua (el mismo evangelio que se leyó en el funeral del Papa Francisco) aparece repetida, por tres veces, la pregunta más importante que puede hacernos Jesús. En el evangelio va dirigida directamente Pedro, pero en realidad Jesús nos dirige la misma pregunta a cada uno de nosotros: ¿me amas?
Lo único que nos pide Jesús es amor. Porque donde hay amor, uno está siempre junto al amado y siempre está dispuesto a complacerle. “Pedro: ¿me amas?”, pregunta Jesús. Si se puede hablar de primado en Pedro, de ser cabeza de la Iglesia, de ser el que confirma en la fe a sus hermanos, eso solo puede hacerse desde el amor a Cristo y a los hermanos. Las tres preguntas que Jesús dirige a Pedro, en el evangelio de este domingo, de alguna manera pretenden compensar las tres negaciones de Pedro en el momento de la pasión. Sus negaciones, sus miserias, su debilidad, no impiden que pueda ser el guía de la comunidad de los discípulos.
Pedro no es el discípulo perfecto. Le basta con ser el discípulo que ama. Jesús no nos quiere perfectos, si por perfecto se entiende alguien que no tiene ninguna debilidad, ninguna tentación, ningún pecado. Jesús nos quiere amantes, porque el amor supera la multitud de los pecados. Donde hay amor se vencen los malentendidos y hasta las infidelidades. El amor de Pedro al Señor ha curado su pasado, sus negaciones. Todo se cura con amor.
La fe cristiana es una experiencia de amor. Creer en Jesucristo es mucho más que aceptar verdades acerca de él. Creer en Jesucristo no es saberse el catecismo (aunque eso está muy bien), pero no es eso. Creer en Jesucristo es encontrarse con él, tener una relación personal con él, jugarse la vida por él, dejar de pensar y actuar con criterios mundanos, para pensar y actuar con los criterios de Jesús. Criterio mundano: no robo porque si me pilla la policía me meterán en la cárcel. Criterio de Jesús: no robo porque eso es malo, malo incluso para mi; no robo porque no quiero hacerle daño al hermano, porque el hermano es para mi más importante que mi ambición o mi avidez.
El amor a Jesús no destruye ni reprime nuestro amor a las personas. Al contrario, el amor a Jesús da su verdadera hondura a nuestros amores humanos, liberándolos de la mediocridad y la mentira. La experiencia del amor a Cristo puede darnos fuerzas para amar sin esperar recompensa, para renunciar a nuestras pequeñas ventajas, y así servir mejor a quien nos necesita. Tal vez algo nuevo se produciría en nuestra vida si fuésemos capaces de responder con sinceridad a la pregunta del Resucitado: tú, ¿me amas?
En cierto modo, tendría razón Charles Baudelaire cuando dice que “es más difícil amar a Dios que creer en él”. Porque los demonios también creen en él, como muy bien dice la carta de Santiago (2,19). Su problema es que no le aman. Una fe que se limita a repetir: “Señor, Señor” (Mt 7,21) no es una fe auténtica, pues la verdadera fe “transforma a toda la persona, precisamente porque se abre al amor” (Francisco, Lumen Fidei, 26).