Ago
Jóvenes con preguntas
9 comentariosMe he pasado la vida tratando con jóvenes católicos. Mi relación con ellos ha sido siempre estimulante, me he sentido aceptado y acogido, he gozado incluso de su confianza y, en algunos casos, he escuchado sus confidencias, sus problemas, y hasta sus pecados. Quizás porque he logrado que ellos se sintieran comprendidos. ¿Cómo lograr que se sientan comprendidos? Contándoles historias tuyas parecidas a la suyas, no ocultando tus problemas, tus preguntas, tus soledades, tus necesidades, tus crisis. Vamos, no poniéndote por encima de ellos, distante, sino buscando comprenderles desde dentro, poniéndote en su piel, viendo muchas veces en su reacción tu propia reacción. Siempre me han parecido gente sana. Posiblemente, una diferencia entre los jóvenes de hoy y los de hace 20 años es que esta nueva generación parece un poco más conservadora religiosamente hablando, más amante de formas clásicas. Pero esto que acabo de decir y que otros también dicen, no debe exagerarse. Su búsqueda de seguridad no los hace más seguros, siguen planteándose las mismas preguntas y las mismas dudas a propósito de la fe cristiana y de sus exigencias.
Cuando los jóvenes se hacen preguntas sobre la fe, me parece un error interpretarlas como signo de crisis o de falta de oración, e indicarles que la solución a sus dudas y problemas se encuentra en la oración. Sin duda es importante animar y estimular a nuestros jóvenes a una auténtica vida de oración, pero las dudas y preguntas se resuelven con buenas respuestas, bien fundamentadas; con una buena teología y una mejor espiritualidad. El preguntar y el dudar no demuestra mi falta de fe. Al contrario, pudiera ser un signo de madurez en la fe, pues el creyente se adhiere a un Dios Misterioso. Y cuanto más se acerca uno al Misterio, menos claro resulta. Esta falta de claridad, paradójicamente, es un signo de la cercanía del misterio. El que no se hace preguntas hace tiempo que dejó de creer. En el terreno espiritual, el avanzar parece, en ocasiones, un retroceso. Porque el justo no es el que se siente satisfecho consigo mismo, sino el que confiesa su pecado. Confesar el pecado parece psicológicamente un retroceso.