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Inteligencia artificial e inteligencia humana
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Dos dicasterios de la Santa Sede, el de “Doctrina de la fe” y el de “Cultura y Educación”, han publicado una nota conjunta sobre la relación entre inteligencia artificial e inteligencia humana (en adelante: IA). La nota pretende considerar las implicaciones antropológicas y éticas de la IA, con el fin de garantizar que sus aplicaciones se dirijan a promover el progreso humano y el bien común. Mi consejo es que quienes estén interesados en el tema, lean despacio el documento vaticano.
Además de reconocer las ventajas que puede tener la IA en el campo de la sanidad, por ejemplo, y también de advertir sobre sus peligros, como la manipulación de informaciones o su uso perverso para la guerra, lo interesante de la nota es que ofrece claves para distinguir el concepto de inteligencia en referencia a la IA y al ser humano. La IA es capaz de realizar tareas mucho más rápidamente e incluso con mayor precisión que la inteligencia humana, pero no tiene en cuenta la experiencia humana en toda su amplitud, que no se agota en lo mensurable o en lo lógico-matemático, sino que abarca emociones, simpatías, sentido estético, moral y religioso, poesía y amor. Más aún, el ser humano, en todas sus búsquedas y en todos sus amores siempre busca a Dios, aunque no sea del todo consciente de ello.
Dado que la IA no posee la riqueza de la corporeidad, la relacionalidad y la apertura del corazón humano a la verdad y al bien, sus capacidades, aunque parezcan infinitas, son incomparables con las capacidades humanas de captar la realidad. Se puede aprender tanto de una enfermedad, como de un abrazo de reconciliación e incluso de una simple puesta de sol. Tantas cosas que experimentamos como seres humanos nos abren nuevos horizontes y nos ofrecen la posibilidad de alcanzar una nueva sabiduría. Ningún dispositivo, que sólo funciona con datos, puede estar a la altura de estas y otras tantas experiencias presentes en nuestras vidas.
Establecer una equivalencia demasiado fuerte entre la inteligencia humana y la IA conlleva el riesgo de sucumbir a una visión funcionalista, según la cual las personas son evaluadas en función de las tareas que pueden realizar. Sin embargo, el valor de una persona no depende de la posesión de capacidades singulares, logros cognitivos y tecnológicos o éxito individual, sino de su dignidad intrínseca basada en haber sido creada a imagen de Dios. Por lo tanto, dicha dignidad permanece intacta más allá de toda circunstancia, incluso en aquellos que son incapaces de ejercer sus capacidades, ya sea un feto, una persona en estado de inconsciencia o un anciano que sufre.
A la luz de esto, como observa el Papa Francisco, el uso mismo de la palabra “inteligencia” en referencia a la IA “es engañoso” y corre el riesgo de descuidar lo más valioso de la persona humana. Desde esta perspectiva, la IA no debe verse como una forma artificial de la inteligencia, sino como uno de sus productos.