Jul
El rostro de Dios en Cristo
2 comentariosProseguimos nuestras reflexiones sobre el rostro de Dios, iniciadas en dos artículos anteriores. El Nuevo Testamento ratifica lo que ya decía el Antiguo: “A Dios nadie le ha visto jamás” (Jn 1,18). Y por si queda alguna duda, la primera carta a Timoteo (6,16) afirma que esta imposibilidad de ver a Dios es constitutiva del ser humano y no cambia en función de la situación en que éste se encuentre: Dios “habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver”. Pero el Nuevo Testamento afirma algo nuevo en relación al Antiguo, algo importante, que nos introduce de lleno en el tema de esta reflexión, a saber: que el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos ha dado a conocer a este Dios que nadie ha visto jamás (Jn ,1,18). Y eso hasta el punto de que el que ve a Jesús ve al Padre (Jn 12,45; 14,7-9).
En el rostro de Cristo, Dios hizo irradiar su rostro para nosotros. En este rostro, dice 2 Co 4,6, resplandece la gloria de Dios. El pasaje guarda afinidad con el relato de la transfiguración, en donde el rostro de Jesús resplandece como el sol (Mt 17,2). Pero mientras en la transfiguración se trata del rostro de Jesús glorificado, en el texto de san Pablo se trata del Jesús terrestre. En el rostro humano de Jesús es posible ver –humanamente, claro- el rostro invisible de Dios. Naturalmente, aquí rostro no designa la apariencia exterior. Eso es secundario. Significa que, en la vida, muerte y resurrección de Cristo, en su predicación, obras y milagros, en el conjunto de lo que dijo e hizo, se manifiesta al modo humano lo que Dios es, lo que Dios quiere, dice y hace. Si el rostro humano es manifestación de los pensamientos y sentimientos invisibles del hombre, manifestación del alma invisible; el rostro, la persona de Cristo es manifestación de lo invisible de Dios. Como muy bien dice el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 515) lo que había de visible en la vida terrena de Cristo conduce a un misterio invisible. “El es imagen de Dios invisible” (Col 1,15).