Jun
El Espíritu Santo recibe una misma adoración
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El Concilio de Nicea confesó la divinidad del Hijo, “Dios verdadero de Dios verdadero” y “de la misma naturaleza del Padre”. Pero no se ocupó de la divinidad del Espíritu Santo. Pocos años después de acabado el Concilio de Nicea, Macedonio, Patriarca de Constantinopla, la nueva capital imperial, negó la divinidad del Espíritu Santo. Esto provocó que, en el año 381, se reuniera en Constantinopla el segundo concilio ecuménico que completó la profesión de fe de Nicea, añadiendo al primitivo texto que el Espíritu Santo es “Señor y dador de vida, que procede del Padre, y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Con palabras que guardan un innegable parentesco con el lenguaje de la Escritura, el credo, siguiendo a Pablo (2 Cor 3,17), describe al Espíritu como “Señor”; y siguiendo al evangelio de Juan (Jn 6,63), como “Dador de Vida”. El credo también dice que el Espíritu Santo “procede” del Padre (Jn 15,26) y que “habló por los profetas” (2 Pe 1,21).
Afirmar que el Espíritu es Señor (Kyrios en griego, traducción del término hebreo Yahvé, “el único Señor”: Dt 6,4) es decir que es Dios. Y afirmar que es dador de vida es decir que tiene el poder del Creador. Diciendo que procede del Padre se pretende negar que sea una criatura. En la última frase se encuentra el testimonio más claro sobre la divinidad del Espíritu Santo: recibe la misma adoración y gloria que el Padre y el Hijo, adoración que solo se puede tributar a Dios.
Aunque no sea fácil representar en términos humanos a cada una de las personas de la adorable Trinidad, puesto que todo lo que digamos de Dios se queda corto, cortísimo en relación a lo que Él es, sí que conviene dejar claro que el Espíritu no es una fuerza impersonal o una energía divina, sino una persona divina. Solo una persona puede mediar entre personas, en este caso entre el Padre y el Hijo. También los cristianos nos relacionamos con cada una de las personas divinas de forma personal: somos hijos del Padre, hermanos del Hijo y amigos o templos del Espíritu, pues el amigo es aquel que llena mi corazón de alegría y me cambia la vida.
El Espíritu Santo es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, es la forma como Dios se hace presente en nuestras vidas: llenando nuestro corazón de alegría, poniendo nuestra inteligencia en sintonía con el modo de pensar de Dios, haciéndonos capaces de amar sin condiciones, llenándonos de fuerza para ser testigos de Jesucristo, y sosteniendo nuestra esperanza en medio de las dificultades. Por eso nosotros nos dirigimos al Espíritu, igual que al Padre y al Hijo, en segunda persona: “ven, Espíritu Santo”, o: “ilumíname, Espíritu Santo”.
La vida cristiana está animada por un ser misterioso e invisible, pero siempre personal. El Espíritu es la presencia viva de Jesús después de su ascensión a los cielos. El día de su Ascensión, Jesús había encomendado a los suyos: “Id y enseñad a todas las gentes”. A estos hombres débiles y rudos, el Espíritu Divino les dio la ciencia eminente del Evangelio (Jn 14,26: “el Espíritu os lo enseñará todo”) y la fortaleza para el heroísmo apostólico.