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Dios abraza a los verdugos de Jesús
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El himno de la liturgia de las horas, titulado: “¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!”, termina con este verso: “Tú, solo entre los árboles, crecido, / para tender a Cristo en tu regazo; / tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo, / de Dios con los verdugos del Ungido.
Resulta cuando menos llamativo que el himno diga que la cruz en la que Cristo fue clavado es, ni más ni menos, que “el abrazo de Dios con los verdugos del Ungido”, o sea, de su Hijo. Jesús, en la cruz, por tanto, lejos de condenar a sus enemigos, les abraza. El abrazo es uno de los mejores signos del amor; el abrazo es acogida, es perdón, es unión. Jesús crucificado ama a quienes le crucifican y este amor revela el amor de Dios hacia todos los seres humanos, incluso hacia quienes se diría, según nuestros juicios humanos, que menos se lo merecen. Dios rompe todos los esquemas.
El evangelista Lucas deja claro que en la cruz en la que Cristo es martirizado hay un desbordamiento de amor. En el momento de morir Jesús responde al odio con amor (Ef 2,16: “dio en sí mismo muerte al odio”), ama a sus enemigos, hasta el punto de que no solo les perdona, sino que les justifica, ofrece una buena razón al Padre para que les perdone, manifestando la fuerza y el poder de un amor capaz de justificar a sus enemigos: “perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Se diría que Jesús se convierte en el abogado defensor de los que lo asesinan.
San Gregorio Magno dice que Jesús “fue el único entre todos los hombres que pudo presentar a Dios súplicas inocentes, porque hasta en medio de los dolores de la pasión rogó por sus perseguidores… ¿Qué es lo que puede decirse o pensarse de más puro en una oración que alcanzar la misericordia para aquellos mismos de los que se está recibiendo el dolor?”. Gregorio llega a decir que esta sangre es “la demanda de justicia de nuestro Redentor”, una justicia que se manifiesta en forma de perdón, y citando un texto de la carta a los Hebreos que dice que la sangre de Jesús habla mejor que la de Abel, escribe: “De la sangre de Abel se había dicho: La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra. Pero la sangre de Jesús es más elocuente que la de Abel, porque la sangre de Abel pedía la muerte de su hermano fratricida, mientras que la sangre del Señor imploró la vida para sus perseguidores”.
¡No hay adjetivos que puedan describir un amor como el de Jesús! Es imposible amar más. Solo en un amor como este puede estar la salvación del mundo. Se trata de un amor incondicional, un amor a pesar de todos los pesares. En la muerte de Jesús está la fuerza que vence al mundo y el pecado del mundo (cf. 1 Jn 2,2). De ahí que bien puede decirse que Jesús derrama su sangre en la cruz para el perdón de todos los pecados: “en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres” (2 Cor 5,19).