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Cerrar la boca para entrar en lo sagrado
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El verbo griego “myein” significa cerrar los ojos o cerrar la boca. De esta raíz derivan palabras que remiten a prácticas religiosas, como místico y misterio. Hay una relación estrecha entre cerrar los ojos, o sea, entrar en el ámbito de lo invisible, y el culto a los dioses. Los dioses son invisibles. La carta a los hebreos (11,27) elogia la fe de Moisés, que se mantuvo firme en las dificultades precisamente porque se apoyaba en “el invisible”. Igualmente hay una estrecha relación entre cerrar la boca, o sea, guardar silencio, y el culto a lo divino. Esta segunda relación me parece interesante porque se diría que hoy el silencio no es lo que más abunda.
Vivimos en un mundo ruidoso. El silencio estorba y necesitamos continuamente del ruido para sentirnos vivos. Muchas personas llevan puestos unos auriculares como si fueran la continuación de sus orejas. Y en muchas casas, está continuamente encendido el aparato de televisión, aunque nadie lo mire. El ruido se ha convertido en una necesidad. ¿Será porque nuestro tiempo es alérgico al misterio, o porque “vivimos en un mundo sin consagración”, como dice Byung-Chul Han? El verbo fundamental de nuestro tiempo, añade el filósofo no es cerrar, sino abrir sobre todo la boca. Nadie escucha y muchos gritan. Y, sin embargo, el silencio nos permite entrar en nuestro interior; solo así podemos plantearnos las grandes preguntas que de verdad interesan: ¿quién soy?, ¿a dónde voy?, ¿qué sentido quiero dar a mi vida?
Escuchar es la actitud religiosa por excelencia. Pero para escuchar hay que guardar silencio. Por eso, si la fe en Dios es ante todo escucha, solo el silencio puede despertarla. Recuerden esa escena del evangelio, en la que, aparentemente con toda razón, Marta se queja a su amigo Jesús de que su hermana María no le ayuda en las tareas de la casa. ¿Cuál el motivo por el que no es ayudada? Porque María está a los pies de Jesús, escuchando su palabra. Esta es la respuesta de Jesús a Marta: “te preocupas y agitas por muchas cosas y solo hay necesidad de una sola. María ha elegido la parte buena” (Lc 10,41-42). Lo que sobre todo esperamos de los amigos no es un regalo, ni un favor, ni que nos sean útiles, sino que presten atención a nuestra persona. A nuestra persona y no a nuestras necesidades. El servir a los amigos es útil. Pero solo una cosa es necesaria en la amistad: saber escuchar. Esta es la gran lección que María da a Marta. El otro tiene algo que decirnos, espera que le escuchemos con tranquilidad, que dejemos el ajetreo y nos paremos a mirarle en silencio, dándole lo mejor que podemos darle: la vida misma. El amor requiere silencio.
El ruido es inconciliable con la oración, en cierto modo impide la trascendencia. No es extraño que en algunas iglesias haya carteles en la puerta que invitan a los fieles a apagar el teléfono. Hoy estamos digitalmente hipercomunicados. Los ordenadores y los teléfonos producen mucho ruido, oral y visual. Esta hipercomunicación no crea ninguna conexión. Más bien aísla y acentúa la soledad. El silencio, en cambio, es camino de comunión con Dios, con los hermanos y con uno mismo.