Ago
Brazos abiertos y puños cerrados
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Open Arms (o sea: brazos abiertos) es el nombre de un barco español que, en estos pasados días, se ha hecho tristemente famoso por las dificultades que ha encontrado para desembarcar a más de 150 náufragos, que huían de la miseria, de la guerra, de la violencia, de la imposibilidad de vivir dignamente en sus países. Junto con el barco, también se ha hecho tristemente famoso el Ministro del Interior del Gobierno italiano, que ha impedido con todas su fuerzas (que por lo visto son muchas) que desembarcaran los náufragos. Y cuando alguno ha desembarcado, por estar enfermo o ser menor, el Ministro ha dejado bien claro que se hacía “a pesar suyo”.
Sorprende el poder del Ministro, que ha actuado incluso en contra de la opinión del Presidente del Consejo de Ministros. Cosas de la ley, supongo. Y también cosas de la política. De una política en la que las personas importamos en la medida en que tenemos un voto, aunque luego con nuestro voto hagan lo que interesa no al votante, sino al votado. No es menos cierto que también ha sido cosa de la ley (y quizás de la política) que, finalmente, las personas recogidas por el barco hayan desembarcado por orden de un fiscal italiano.
Si el barco se llama “brazos abiertos”, el Ministro del interior bien podría llamarse “puño cerrado”. Dicho con todo respeto a la persona, y sólo como expresión simbólica que sirva de contrapunto al nombre del barco. Brazos abiertos que acogen, puño cerrado impertérrito ante las urgentes necesidades ajenas, buscando todo tipo de subterfugios para mantener incólume su posición. Brazos abiertos para abrazar, puños cerrados para agredir.
No nos engañemos. Estas dos figuras (brazos abiertos y puños cerrados), desgraciadamente, coexisten en cada uno de nosotros. Basta ver las opuestas reacciones de los políticos españoles ante cada una de las desventuras del Open Arms. Todos tenemos nuestro lado acogedor y nuestro lado egoísta. Incluso, a veces, el lado acogedor no es puro del todo, y el egoísta convive con remordimientos, siempre en función de los propios intereses. Lo de los propios intereses se puede comprender. Pero hay intereses que nos vuelven insensibles y ciegos al sufrimiento de los demás.
En nuestro corazón hay una tendencia a la compasión y una tendencia a la insensibilidad. Aunque quizás no podamos anularlas del todo, la cuestión es cuál de estas dos tendencias va a prevalecer. En la medida en que la tendencia compasiva domine, es posible que la alegría sea nuestra mejor recompensa.