Abr
Ansia de poder o deseo de servir
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Servir es una forma de amar, una de las mejores manifestaciones de lo que es amar. Servir es cuidar al otro, estar atento a sus necesidades. Y hacerlo, no esperando una paga por los servicios prestados, sino gratuitamente, sin esperar nada a cambio. Amando así reflejamos el amor de Dios, que ama a todos incondicionalmente. Dios nos ama tan gratuita e incondicionalmente, que nos ama y nos perdona cuando somos pecadores. “La prueba de que Dios nos ama, dice san Pablo, es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Cuándo éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5,8-9). Cuando éramos pecadores, cuándo éramos enemigos, Cristo dio su vida por nosotros. No hay mayor amor que dar la vida. Pero dar la vida por el enemigo es el colmo del amor. No es posible amar más. Solo en un amor como ese puede estar la reconciliación del mundo. Los discípulos de Jesús estamos llamados a reproducir en nuestras limitadas vidas, en la pobreza de nuestra condición humana, un amor así.
El amor cristiano es un amor impregnado de divinidad. Este amor hay que vivirlo en las condiciones de este mundo. La prueba de que es posible nos la dan aquellos que han sabido no devolver mal por mal, hasta el punto de dar la vida por ese hacer siempre el bien. Es el caso de los mártires. La mayoría de nosotros no estamos llamados al martirio. Gracias a Dios. Pero conviene que tengamos presente el modelo de Jesús y de los mártires. En aras del realismo del amor, vuelvo al “entre vosotros nada de eso”, que Jesús dice a sus discípulos, para dejar claro que lo suyo no puede ser el poder. Porque el poder siempre vive a costa del engaño (“se hacen llamar bienhechores”), de la mentira y de la opresión. El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin duda, en este mundo es necesario organizase. En cuanto nos reunimos más de tres personas, necesitamos ponernos de acuerdo, necesitamos un poco de orden. Nuestras sociedades precisan de personas responsables capaces de organizar la sociedad. En este sentido están revestidas de autoridad. Una autoridad que les ha conferido el pueblo. La autoridad debe ejercerse buscando el bien de los demás. Cuando, en vez de buscar el bien de los demás, uno se aprovecha del encargo recibido, su autoridad se corrompe, deja de ser autoridad y se transforma en poder.
La autoridad da siempre ejemplo, el poder busca su propio interés a costa del bien de los demás. La autoridad sirve y el poder oprime. Este es el dilema con el que tiene que enfrentarse el cristiano: ansia de poder o deseo de servir. Tener objetivos claros y al mismo tiempo sublimes es un recordatorio constante de aquello a lo que estamos llamados y un motivo de permanente conversión cuando tropezamos o parece que no llegamos. Pero esta llamada no debe hundirnos. Al contrario, es motivo de alegría y de acción de gracias. Porque el cristiano no es un “héroe” como los que presentan las leyendas de este mundo. Es un pecador. Pero un pecador siempre alumbrado por la luz del Evangelio, una luz que le reconforta y le llama siempre a volver a empezar. Unidos a Cristo siempre hay algo que hacer, aunque solo sea volver a empezar.