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La Iglesia no cree por mí
8 comentariosLlevamos una temporada en la que con demasiada frecuencia se van destapando casos de corrupción en los que están involucrados clérigos e instituciones de la Iglesia. Nos enteramos no por los semanarios eclesiásticos, sino por la prensa laica que, si bien tiene sus servidumbres, resulta a la postre más plural. Ese tipo de informaciones suscita en algunos creyentes reacciones de desconcierto, desagrado, irritación, pena o disgusto. Lo peor es cuando sienten que su fe se tambalea.
Cuando en este blog aludo a estos casos, suelo recibir correos de personas buenas que me aconsejan guardar silencio, para evitar el escándalo y el desprestigio. Por el contrario, yo pienso que el escándalo y el desprestigio es ocultar la verdad y no condenar los delitos. Otra cosa es el perdón de los pecados. Pero los delitos y los daños a terceros, sobre todo si de menores se trata, deben ser denunciados y condenados.
Ahora bien, estos casos no deberían dañar nuestra fe. Porque la fe es un acto personal, una relación del creyente con Dios. De mi fe solo yo soy responsable. Nadie puede creer por mi, ni siquiera la Iglesia. Creo dentro de la Iglesia y con la Iglesia, pero soy yo el que cree. Por eso los pecados ajenos no afectan a mi fe. Ni siquiera el rito suple el acto responsable del creyente. La fe exige una decisión personal. La entrada en el cristianismo, por muy marcada que esté por signos rituales, es obra de un compromiso pensado y deliberado, de un acto de libertad, respuesta a una llamada interior, un acto laborioso y a menudo doloroso, en el que uno está llevado por la poderosa atracción del Espíritu.
Nadie nace cristiano. Las circunstancias históricas han oscurecido este hecho y, en consecuencia, la religión cristiana ha podido propagarse, en ocasiones, por la fuerza de una tradición social y no por el contagio de la libertad de la fe. La fe no es una creencia, es la respuesta a la llamada personal de Cristo, a la invitación interior del Espíritu. Tener esto claro es más necesario que nunca en los momentos en que parece que lo exterior pone en crisis la fe. Si esto sucede es la prueba de que estamos ante un fe inmadura, una fe que necesita hacerse adulta.