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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

22
Dic
2012
El primer belén de la historia
10 comentarios

Cuando San Francisco de Asís hizo el primer belén de la historia, en el año 1223, no puso ninguna estatuilla para representar al niño Jesús recién nacido, sino que puso un niño bien vivo para que, con su mirada encantadora e inocente, representase al Mesías, al Hijo de Dios, hecho uno de nosotros. Lo mismo hizo con los animales: puso un buey y una mula auténticos que presidieron la Misa de Media Noche.

Para Israel era blasfemo hacer imágenes de Dios. Nada ni nadie podía representar al Dios que nadie ha visto jamás, al Dios siempre mayor, al Dios inaccesible e inalcanzable. Y, sin embargo, este mismo Dios, que en el Sinaí prohibió fabricar imágenes (Ex 20,4) creó una imagen de si mismo en la criatura a la que prohíbe fabricar imágenes. El ser humano fue creado a imagen de Dios, como un pequeño dios. Esta creación del ser humano a imagen Dios apunta a un misterio mayor y hace posible que Dios mismo pueda hacerse humano.

Aunque san Francisco, cuando hizo su belén, no quiso poner imágenes de madera o de barro, porque le parecían indignas del misterio que allí se representaba, lo que Francisco de Asís hizo seguía siendo una representación. A cada uno de nosotros nos toca ir más allá de la representación. Para ello debemos acoger a Cristo en cada ser humano, en cada uno de los seres humanos vivos y sufrientes, sobre todo en los más pobres, abandonados y necesitados. En ellos Cristo mismo se hace presente. Así repetiremos en nuestras vidas el misterio de Belén, ya que, como muy bien dijo el Vaticano II, “el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”.

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18
Dic
2012
Ponerle a otro la piel de tu hijo
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Ahora que los belenes se van a llenar de pastores, cabras y ovejas, voy a contar una historia de pastores, cabras y cabritos. Hay cabras que se quedan sin leche, y no pueden alimentar a su cabrito; también ocurre que un cabrito se muere y la madre, por mucha leche que tenga, se queda sin hijo al que alimentar. En estos casos los pastores cortan con mucho cuidado la piel del cabrito muerto y con ella cubren a aquel cuya madre se ha quedado sin leche. Y a ese cabrito, con la piel del otro, se lo acercan a la cabra con leche a la que se le ha muerto el hijo para que alimente al que lleva la piel del hijo. Al principio, la madre no lo reconoce y lo rechaza, pero poco a poco, al oler la piel del hijo que cubre al que necesita alimento, se produce un acercamiento entre los dos y la cabra acoge al que lleva la piel de su hijo.

Al escuchar esta historia, que me contó un aprendiz de pastor, espontáneamente pensé en una historia bíblica. La de la madre de Jacob y Esaú, que viste a su hijo menor con la piel de oveja que el mayor utilizaba para cubrirse, para engañar así al padre prácticamente ciego, logrando que el padre se confunda y bendiga a Jacob, el menor, en lugar de Esaú, el mayor. Estas historias de animales y de humanos, en las que uno se pone la piel del otro, encierran una profunda lección. A veces invitamos a “ponerse en la piel del otro” para comprender acciones que no nos gustan o con las que estamos en desacuerdo. Se trata, por un momento, de pensar: ¿qué haría yo si estuviera en su lugar? Pero cuando ese otro al que se nos invita a ponernos en su lugar es ajeno o alejado, la invitación resulta poco efectiva. Y, al tiempo que condenamos la acción que no nos gusta, pensamos que nosotros hubiéramos obrado de otro modo.

Ahora bien, cuando alguien cercano a nosotros, un hijo, una hermana, una persona querida, se encuentra enfrascada en situaciones que hemos condenado (divorcio, pareja de hecho, lesbianismo, drogas), entonces vamos un poco perdidos, sobre todo si nuestro amor era y es auténtico. Puede y suele ocurrir que, tras el primer desconcierto, sigamos amando a esas personas, y les amemos con esa circunstancia desconocida hasta ahora para nosotros. Esta historia de cabras y cabritos nos invita a modificar el “ponte en la piel del otro”, por el “imagina que este lejano o desconocido que condenas lleva la piel de tu hijo”. No se trata de justificar lo injustificable, pero sí de no condenar precipitadamente algunas situaciones personales (sobre todo cuando no son actos delictivos, sino realidades humanas con las que uno se encuentra), de comprender que cada persona es un misterio, de dar gracias a Dios por lo que somos y tenemos, y de ayudar a los otros a sobrellevar sus dificultades. De tratar al otro como si fuera tu hijo. O como si fueras tú: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

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14
Dic
2012
Encarnación, dilema que la razón no puede resolver
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A nosotros, los creyentes del siglo XXI, sobre todo en estos días de Navidad, nos parece “muy normal” que el Hijo de Dios se hiciera niño en Belén hace dos mil años. Pero si dejamos de lado los sentimientos y nos dejamos guiar únicamente por la razón, no parece tan claro ni tan normal que Dios se haga hombre. ¿Cómo lo humano, limitado y caduco, puede contener lo divino, lo ilimitado y eterno? Resulta totalmente contradictorio. Humanamente tendemos a pensar que es imposible que Dios mismo se comunique al hombre con su Palabra propia y personal. Podríamos esperar que se nos diera una palabra humana que dijera algo acerca de Dios, pero no que se nos diera la misma Palabra de Dios. Porque la Palabra de Dios ha de ser infinita, igual e idéntica con Dios. Pero si Dios se nos diera en toda su grandeza e ilimitado poder, entonces nosotros seríamos incapaces de comprender esta Palabra infinita. Porque, ¿cómo pueden los ojos y la mente finitas ver y comprender al infinito?

Este es el dilema que la razón no puede resolver: parece imposible que Dios se haga hombre, porque lo finito no puede ser expresión adecuada de lo infinito; pero, por otra parte, si Dios se manifestase al hombre tal cual es, con toda su divinidad y grandeza, el hombre limitado no podría comprenderlo. La fe cristiana vive del mantenimiento de los dos extremos del dilema. Dios puede hacerse hombre, porque lo finito, a quien pone límites es al hombre, no a Dios. Y cuando la mismísima Palabra infinita de Dios viene a nosotros se “reduce”, se abrevia, modera su poder y su grandeza, precisamente para que el hombre pueda acogerla.

El momento de la acogida es decisivo. La venida de la Palabra es parte de un proceso comunicativo y dialogal. Si hay indiferencia o sordera en el destinatario, la Palabra sigue siendo palabra, pero su pretensión queda frustrada. Nosotros, cada uno de nosotros, forma parte del proceso comunicativo de la Palabra y, por tanto, es responsable del buen destino de la Palabra. Ese es el drama que expresa el cuarto evangelio cuando se refiere a la posición que toma el “mundo” y “los suyos” frente a la Palabra: “En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre”.

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10
Dic
2012
La decepcionante misión del Mesías
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El lunes de esta semana de Adviento, el evangelio de la Eucaristía ha narrado la historia de un paralítico descargado desde la azotea hasta el lugar donde estaba Jesús. Jesús realiza con esta persona lo que el ángel había anunciado a José: “él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). Efectivamente, cuando Jesús se encuentra con el paralítico le dice: “Hombre, tus pecados están perdonados” (Lc 5,20). No era eso lo que se esperaba el enfermo, ni tampoco sus portadores. De ahí la pertinencia de la pregunta: ¿qué clase de salvación aporta Jesús? El nombre de Jesús significa “Yahvé salva”. En la aparición a José, el mensajero divino aclara en qué consiste esta salvación: “el salvará al pueblo de sus pecados”.

El Papa, en su libro sobre la infancia de Jesús, que tantos comentarios ha suscitado, escribe que la misión salvífica que el ángel asigna al niño tiene un alto contenido teológico, pues sólo Dios puede perdonar los pecados. Pero, por otro lado, añade, “esta definición de la misión del Mesías podría parecer decepcionante. La expectación común de la salvación estaba orientada sobre todo a la situación penosa de Israel: a la restauración del reino davídico, a la libertad e independencia de Israel y, con ello, también al bienestar material de un pueblo en gran parte empobrecido. La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco y a la vez excesivo: excesivo porque se invade la esfera reservada a Dios mismo; demasiado poco porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación”.

Este planteamiento no ha perdido un ápice de actualidad: ¿qué clase de liberación aporta el Evangelio? ¿La salvación que trae Jesús me va a dar a mi de comer? ¿Responde Jesús a las expectativas de las personas? Hoy la gente no se siente oprimida por sus pecados, sino por su penuria, por la falta de libertad, por la miseria de la existencia. Al afirmar la prioridad del perdón de los pecados como fundamento de toda verdadera curación del hombre, Jesús nos está señalando dónde están nuestros verdaderos intereses: en la relación con Dios. Si esta relación se quiebra, todo está perdido. Pero al mandar al paralítico, ya curado de sus pecados, que tome la camilla y eche a andar, nos está llamando a ser nosotros su mano generosa para asistir y atender a tantas personas necesitadas con las que nos encontramos. En este último año, “Caritas” ha aumentado considerablemente las ayudas a personas en extrema necesidad, porque también se trata de eso: de hacer andar al paralítico.

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8
Dic
2012
Ponerse en camino porque la meta es segura
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En la primera parte del adviento celebramos este artículo de fe que dice que “el Señor vendrá de nuevo”, al final de los tiempos, “para juzgar a los vivos y a los muertos”. Aparecerá glorioso y “su reino no tendrá fin”. A propósito de este artículo, en este “año de la fe”, resulta oportuno remitir a la descripción que hace de la fe el capítulo 11 de la carta a los Hebreos: “la fe es garantía de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven”. ¿Qué es lo que esperamos? Los bienes celestiales, la vida eterna. La fe garantiza esos bienes esperados, con un garantía avalada por Dios mismo. ¿Cuáles son esas realidades que no se ven? Esos mismos bienes celestiales que por ahora son invisibles. Son invisibles, sí, pero están firmemente probados, no hay duda alguna de su verdad.

Precisamente por eso, para el creyente, el futuro, a pesar de todas las decepciones, no es incierto ni angustioso. El creyente camina hacia ese futuro, hacia esa ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios en medio de las oscuridades de la vida y de los problemas del presente, pero camina tranquilo porque sabe que la meta es segura; los bienes futuros, todavía invisibles, están firmemente garantizados. Los creyentes se ponen en camino porque están seguros de llegar a la meta, aunque lo esperado no esté claro porque sólo se ve desde lejos. La falta de claridad no es motivo de inseguridad, porque la meta está garantizada. Evidentemente, para llegar a la meta hay que ponerse en camino. Si uno se queda parado, no llega a ninguna parte. En el camino hay que esforzarse; más aún, en el camino hay caídas, momentos de cansancio, desánimos. Pero el creyente se levanta, porque sabe que la meta es segura.

La esperanza cristiana no es la vana espera de una ilusión. Es una esperanza cierta, porque se apoya en el poder y en el amor de Dios. Además, moviliza al creyente para anticipar ya en este mundo aquello que espera. Sería bueno, en este adviento, preguntarnos por la calidad de nuestra esperanza. Si estamos satisfechos con el presente, o si solo buscamos conservar lo que tenemos, entonces la esperanza se desvanece. Pero si esperamos que nos toque la lotería (sin duda esa es la ilusión de mucha gente en esos días previos a la Navidad) equivocamos el objetivo, y nuestra esperanza, es ilusoria, vacía. La esperanza cristiana tiene que ver también con realidades de este mundo, pero se trata de realidades que anticipan el Reino de Dios. Dime lo que esperas y como esperas y te diré lo buen cristiano que eres.

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4
Dic
2012
La posible herejía de quedarse en Trento
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El título, evidentemente, es provocativo. Pretende invitar a la lectura. Dicho sea para curarme en salud. Pero el título también apunta a algo importante en teología católica: la Tradición avanza y crece. Quedarse en el pasado, por muy venerable que sea este pasado, puede conducir, en casos extremos, a la herejía. Voy a poner un ejemplo sensible para algunas mentalidades: la cuestión de María, concebida sin pecado original.

Si alguien, a propósito de este tema apelase al Concilio de Trento como guía segura de la verdad católica, se encontraría con una sorpresa: el Concilio deja libertad de pensamiento, de modo que (según Trento) un católico puede pensar que María fue concebida con pecado original y no por ello estar fuera de la comunión católica. Fue Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus, el que proclamó el dogma de la inmaculada concepción de la Virgen María.

La constitución Dei Verbum del Vaticano II, cuando se refiere a la tradición y al Magisterio habla de “Magisterio vivo”. Vivo, calificativo importante. No es aceptable, en teología católica, apelar al Magisterio del pasado para descalificar el Magisterio del presente. Porque, si bien no hay contradicción real entre ambos magisterios, sí que puede haber matices importantes, que aparentemente inclinan determinadas cuestiones hacia modos de comprensión diferentes a los del pasado. Un matiz a propósito del dogma que nos sirve de ejemplo: el dogma habla de “inmaculada concepción de María”. El magisterio anterior hablaba de “concepción de María inmaculada”. Importancia del matiz: Inmaculada concepción = “sin pecado concebida”; concepción inmaculada = concepción de la toda santa.

La teología ayuda al Magisterio a encontrar mejores formulaciones y a comprender mejor la Revelación. Fue, en gran parte, gracias a la teología, cómo pudo pasarse del “piense usted lo que quiera sobre el pecado original de la Virgen” al dogma de la inmaculada concepción. También hoy la teología empuja hacia adelante para una mejor comprensión de la fe. Con tanteos e imprecisiones. Pero con la santa y buena intención de lograr una aplicación y comprensión más acertada y acorde con las necesidades actuales de nuestra fe.

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30
Nov
2012
Esperanza porque viene el amor
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Comienza el adviento, tiempo de esperanza. ¿Esperanza por qué? Debe ser porque viene el amor, el único capaz de suscitar esperanza. La primera parte del adviento celebra que aquel Jesús, que un día nació en Belén y volvió al cielo, vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos. Los juicios siempre dan un poco de miedo. Pero el evangelio del primer domingo de este adviento, tras describir la segunda venida del Señor en términos cósmicos, como si la tierra tuviera que volverse del revés, anuncia a los creyentes: “cuando esto suceda, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. No hay que tener ningún miedo: se acerca la liberación. Debe ser que viene el amor.

La segunda parte del adviento dirige nuestra mirada a la primera venida del Señor, a su nacimiento en Belén. Allí un ángel anunció a los pastores tan buena nueva. Y los pastores “se llenaron de temor”. Pero el ángel les dijo: no temáis, ha nacido un Salvador. Tampoco entonces había motivos para el miedo, porque venía la salvación, otra palabra para designar la liberación. Venía el amor. Y entre estas dos venidas, la primera que ya ocurrió y la última que todavía esperamos, nosotros, los cristianos, ante tantas personas desalentadas y temerosas, porque han perdido el trabajo, o porque la vida ya no les sonríe, estamos llamados a ofrecer esperanza. ¿Cómo? Por medio del amor.

Cuando nos encontramos con personas en situación difícil, la mejor manera de despertar su esperanza es acercarse a ellas, interesarse por su situación, tratar de comprender, compartir su indignación y ayudarles en la medida que podamos. Nosotros, como cristianos, como Iglesia, si queremos que la esperanza se convierta en una palabra llena de realismo y de verdad, debemos buscar gestos y palabras positivas, que denoten cercanía y comprensión. Hay que dejar de lado críticas, discursos negativos, recetas espirituales alejadas de la realidad. Hay que trabajar para que este adviento sea un motivo de esperanza para todos aquellos que se encuentren con nosotros. Para ello hace falta que esas personas se convenzan de que viene el amor. Nosotros debemos sur sus portadores y sus portavoces.

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26
Nov
2012
Necesidad de la Iglesia
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Gracias al Concilio Vaticano II hemos pasado del “fuera de la Iglesia no hay salvación” al “fuera de la Iglesia hay mucha salvación”. Porque la salvación no depende de la Iglesia, sino de Cristo que, por medio de su Espíritu actúa en todas partes y, por los medios que sólo él sabe, puede unir a los seres humanos a su misterio pascual. Ahora bien, decir que fuera de la Iglesia hay salvación, plantea la pregunta por la necesidad de la Iglesia. Esta necesidad hay que entenderla desde la sacramentalidad. La Iglesia es sacramento, signo y realización, de dos unidades: la de los hombres con Dios y de la de los hombres entre sí.
 

La Iglesia es necesaria porque necesitamos signos y testigos, porque es necesario señalar en lo concreto de nuestro mundo la posibilidad de una unión real con Dios y la posibilidad de que los seres humanos, a pesar de sus diferencias, puedan vivir como hermanos. El mundo, aún sin saberlo, necesita a la Iglesia. Dios la necesita para hacerse hoy presente en el mundo. Por otra parte, la Iglesia es necesaria porque la fe no se puede vivir en solitario. Los creyentes necesitamos un lugar donde poder compartir lo que esperamos, un espacio dónde anticiparlo. Los hermanos nos apoyamos y nos garantizamos unos a otros que eso que vivimos no es una manía personal, porque otros también lo viven; unos a otros nos damos seguridad de la fe.
 

Finalmente, la Iglesia es necesaria porque, a pesar de su pecado y de sus múltiples deficiencias, ha transmitido la Palabra de Dios de generación en generación. Una Palabra que es también su permanente crítica y, por eso, muchas veces la Iglesia pretende domesticarla, sin lograrlo. Sin la Iglesia, la Palabra no hubiera llegado hasta nosotros. En la Iglesia hay mucho pecado, pero también florece la santidad, a veces como reacción a tanto pecado. En la Iglesia hay mucha ambición de poder, pero también hay entrega y generosidad. Ella es una madre con muchas arrugas que, unas veces queriendo y otras a su pesar, guarda y transmite el tesoro de la Palabra de Dios.

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22
Nov
2012
Qué hizo Jesús no es la buena pregunta
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A propósito de muchas cuestiones algunos apelan, para saber a qué atenernos, a lo que hizo Jesús o a lo que dice el Nuevo Testamento. Ahora bien, para entender bien a Jesús hay que situarlo en su tiempo y lugar. Hay asuntos sobre los que Jesús no se pronunció. Y si encontramos algún texto en el Nuevo Testamento que tenga alguna relación con tales asuntos, no debemos olvidar que el contexto histórico y social del tiempo de Jesús era muy distinto al nuestro. Por tanto, no podemos trasponer tal cual la respuesta de Jesús, sin conocer, por una parte, el contexto en el que esa respuesta se dio y, por otra parte, sin analizar la situación actual a la que queremos responder.
 

Para un cristiano, Jesús es una referencia ineludible a la hora de tomar decisiones. Pero no podemos pretender que la decisión que tomamos nosotros, sea la que Jesús tomaría hoy. La decisión es responsabilidad nuestra. Y es posible que otro cristiano, situado en la misma tesitura, tome otra decisión distinta, igualmente legítima y evangélica, debido a que ha hecho un análisis distinto de la situación. ¿Qué responde mejor al amor evangélico? ¿Dar una limosna al pobre, entregar esa cantidad a una institución como “Caritas”, exigir responsabilidades a los servicios sociales del ayuntamiento o votar en las próximas elecciones a otro partido? No se trata de actos incompatibles, pero cada uno pondrá el acento preferentemente en uno u otro según el análisis que haga de la situación social del pobre. La buena pregunta a propósito de muchas cuestiones en las que buscamos inspiración en la persona de Jesús no es: ¿qué hizo Jesús?, sino: ¿qué debemos hacer nosotros hoy inspirándonos en el espíritu de Jesús? Esta pregunta nos obliga a asumir responsabilidades y, por tanto, a responder de nuestros actos.
 

Este modo de proceder vale no sólo para asuntos personales, sino también para asuntos eclesiales. Cuando, por ejemplo, se apela a que los sacramentos provienen de Cristo, ya hace tiempo que se abandonó la pretensión de buscar en el Nuevo Testamento la realidad sacramental actual. El sacramento tiene una referencia a Cristo y una configuración eclesial. De modo que a la referencia al pasado de Cristo hay que añadir una referencia a la actualidad de Cristo, o sea, al Espíritu Santo. Los sacramentos tienen así una doble autoría, Cristo y el Espíritu, y la segunda autoría deja a la Iglesia la posibilidad de interpretar y regular, como así lo ha hecho a lo largo de la historia. No hay ritos y misales inmutables, como el de San Pío V. Antes de este venerable Papa ya se celebraba la eucaristía. Su Misa y su rito tienen una referencia apostólica, pero también se deben a una intervención humana y eclesial que la misma autoridad humana y eclesial puede cambiar.

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18
Nov
2012
Ser humano es responder a la llamada
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La palabra es plenamente humana; es una característica que nos distingue del resto de los animales. Ella es reflejo y motor de la humanización. Reflejo porque muestra la diferencia irreductible del humano con los otros animales. Y motor, porque la palabra produce y transmite cultura, y la cultura nos sitúa en relación a los demás y contribuye a la plena realización de lo humano. Para conocer a otro hay que escucharle; para ser conocido hay que hablar.

La palabra no es sólo un instrumento para intercambiar información. De hecho, los animales también emiten sonidos que ofrecen información a sus congéneres. La palabra es mucho más que un sonido. Indica relación con otro, es llamada y escucha. El humano es un ser que responde. Esta capacidad de escuchar y responder le hace responsable, no sólo en sentido moral y jurídico, sino más radicalmente aún, en sentido ontológico. La responsabilidad forma parte de nuestra estructura y de nuestra identidad. Ser humano es responder a la llamada de otro. Este otro tiene, en principio, el rostro de los padres y, por extensión, el rostro de todos aquellos con los que el niño se encuentra.

Pero “el otro” puede ser también el Dios de la Alianza. No se trata, pues, de un Dios solitario, encerrado en sí mismo, que no necesita de nada ni de nadie. Es un Dios que sale de sí mismo para hablar al ser humano y establecer con él, por medio de su palabra, una alianza de amor. Este Dios no es un señor dominador que, desde lo alto de su cielo, todo lo gobierna y dirige, sin que nada escape a su voluntad, sino un Dios respetuoso con el orden de la naturaleza y con las personas; un Dios que llama e invita, creando así un espacio de libertad. Y cuanto mejor se responde a su llamada, más crece la libertad. La cercanía de Dios, lejos de oprimir, libera. Es un Dios que nos llama a ser humanos, solidarios, responsables con nosotros y con los demás.

El Dios de la fe cristiana no es el del deísmo ni el del teísmo, no es un dios que un día puso en marcha el mundo y se alejó. El nuestro es un Dios personal, que se expresa en una relación de alianza. Este término, relación, es tan rico, que se emplea para expresar no sólo la alianza de Dios con el hombre, sino la vida misma de Dios. Dios se relaciona consigo mismo porque la Palabra forma parte de su ser más íntimo. Una Palabra que es el principio y el fin de toda vida.

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