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Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

4
Abr
2021

Pascua, acontecimiento salvífico

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rayossol

Pascua es el acontecimiento salvífico por excelencia. La muerte de Cristo es salvífica en la medida en que desemboca en la resurrección. Por ella misma, la muerte no es salvífica, pues “si Cristo no ha resucitado vacía es nuestra predicación e inútil nuestra fe” (1 Cor 15,14). De ahí esta proclamación tan clara y directa del Nuevo Testamento: “si tus labios confiesan que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, alcanzarás la salvación” (Rm 10,9). Precisamente porque es el acontecimiento salvífico fundamental, la resurrección de Cristo es el dato de fe más importante, la clave para interpretar toda la vida de Cristo y de la Iglesia. Como es un dato de fe, la resurrección no puede ser demostrada, solo puede ser acogida. No es un milagro destinado a justificar o reforzar la fe, sino un milagro objeto de fe.

Cristo resucitado no está en las condiciones de este mundo. Su corporalidad no pertenece a la esfera del tiempo y del espacio, no es física ni química, es escatológica; su realidad es propia del mundo nuevo, del mundo de la resurrección, ese mundo en el que ya no se muere más, un mundo en el que la muerte ha perdido todo su poder. La resurrección de Cristo no es como la de Lázaro, o como la del hijo de la viuda de Naim. Estos dos personajes, a lo sumo, tuvieron un tiempo de vida un poco más largo de lo esperable, pero, al final, como todos, se murieron para nunca más volver. La resurrección de Cristo es otra cosa, es la entrada en el mundo definitivo de Dios, donde la muerte ya no tiene dominio. Su vida ya no es mortal, sino inmortal.

Hablando de la resurrección de Cristo ante el rey Agripa, san Pablo fue brutalmente interrumpido por el gobernador Festo, que le dijo: “estas loco, Pablo” (Hech 26,24). Y cuando habló en Atenas, aquella gente culta e instruida le escucharon con agrado hablar de un Dios que no habita en templos construidos por hombres, pero en cuanto habló de Cristo resucitado se rieron literalmente de él, se levantaron de sus asientos y no quisieron seguir escuchando lo que para ellos era una tontería y una ridiculez.

Los filósofos de Atenas y las autoridades romanas se reían de Pablo cuando anunciaba la resurrección. Para los cristianos, la resurrección no es algo risible, sino un dato real y un motivo de gran esperanza. A nosotros nos toca manifestar la seriedad de la resurrección, para que nuestros oyentes encuentren motivos para vivir y motivos para esperar. Y si no podemos convencer con nuestras explicaciones (que también debemos darlas), al menos que nuestra vida sea una vida coherente con eso que anunciamos, una vida nueva, en la que resplandezca la paz y la alegría, una vida que encarne el testamento de Jesús, que no es otro que el servicio y la fraternidad.

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