Jun
La bondad nos hace divinos
3 comentariosDistinguía en el post anterior entre ser bueno y hacer el bien. Lo que importa es ser buenos, porque la bondad nos hace divinos. Y el ser divinos nos salva, nos vivifica y nos renueva. Por esto, decía Unamuno, “no basta ser moral, hay que ser religioso; no basta hacer el bien, hay que ser bueno”.
De la misma manera que se puede hacer el bien sin ser bueno, también puede ocurrir que alguien que es bueno haga, en alguna ocasión, el mal. Pero si es bueno, se arrepentirá, rectificará, buscará el modo de reparar el mal que ha hecho. El bueno puede hacer el mal, porque bueno del todo solo es Dios. Los humanos podemos ser buenos, pero siempre somos frágiles, débiles y limitados. Por eso, alguna vez la persona buena, puede hacer el mal. Sin duda, el acto realizado es irreversible. Pero el fondo bueno, que está más allá de las apariencias, permanece, posibilita el arrepentimiento y mueve a la reparación del mal causado.
Por tanto, no es luchando contra los actos como uno se renueva, sino purificando la intención, el corazón. Eso sólo el Espíritu puede hacerlo, al derramar el amor en nuestro corazón. Sin duda, lo hecho, hecho está. Pero Dios, que sondea el corazón, hace posible el renacer y el arrepentimiento que, en ocasiones, toma la forma de penitencia.
Se trata, pues, de pasar de la persona que tal vez hace el bien, por prestigio, vanidad, miedo o cobardía, para convertirnos en personas buenas. Hacer el bien, sin ser bueno, oculta el ser (el ser malo) y además amarga el alma. A este respecto, Unamuno cita el texto de 1 Jn 3,15: el que aborrece a su hermano (no el que le hace daño, sino “el que murmura o maldice en el secreto del corazón”) es homicida. Y el homicida no tiene vida eterna. Por el contrario, si la debilidad nos doblega al pecado, la bondad del ser hace posible el arrepentimiento y entonces el perdón de Dios nos regenera.
Ser bueno me parece una posible y adecuada traducción, en categorías antropológicas, del nacer de Espíritu del que habla el Evangelio. Ser bueno es un principio interior que confiere un nuevo modo de ser, y hace bueno todo lo que hacemos, transforma nuestro obrar. Eso es exactamente el Espíritu Santo, el amor de Dios que transforma el corazón de la persona. Esta transformación no se debe al cumplimiento de ninguna Ley, sino a la acción de Dios que comunica su amor a todo el que quiere acogerlo.